Vamos a ver, España ya sólo era España. En singular. Los plurales habían quedado para los libros de Historia y las tertulias en cafés (cuando no había tele que enmerdara las tertulias con fulanos sabelotodo). Y en la España donde ya se ponía el sol, no fue un mal rey Alfonso XIII. Ni fue mal reinado el suyo.
Tuvo que lidiar con las consecuencias del «Desastre del 98», si bien, frente a ello, durante su monarquía, brilló la industrialización y florecieron las generaciones del 98, del 14 y del 27. Lo que ocurre es que, para ciertas formas, estaba aún chapado a la antigua. En lugar de plantar cara al general Miguel Primo de Rivera y a sus acólitos golpistas, ordenándoles ponerse firmes e iniciar la marcha de vuelta a los cuarteles a paso ligero (como hiciera su nieto años después), porque era el Rey de España y por sus muertos coronados que no iba a permitir que ni Dios se sublevara; en lugar de esto, tecleaba, optó por amparar el golpe de estado, la suspensión de la Constitución, la disolución de ayuntamientos y de las Cortes, la prohibición de los partidos políticos y la formación del llamado «Directorio Militar». Y claro. Luego vino la chifladura del «Directorio Civil», los frutos de Annual y el «Crack del 29», que, como todos los cracks económicos, noqueó a España… También se elaboró un proyecto constitucional para ese mismo año de 1929.
Sus detractores más radicales llegaron a aseverar que el texto rompía con la historia del constitucionalismo español. Afirmación lanzada más por joder que por otra cosa, pues mandaba huevos las muestras de sentimentalismos para un conjunto de normas que cada uno aplicaba cuando y como se le antojaba. Verdaderamente, el proyecto era el reflejo de una carta otorgada por la caterva política del Antiguo Régimen —no es cosa de andarse con fingimientos a estas alturas del relato—; y concedía tantos poderes al monarca, que no gustó ni al dictador. Primo de Rivera dimitió. Fue sustituido por el general Dámaso Berenguer, quien, con su «Dictablanda» —que a guasones nadie nos gana—, buscaba la restitución de la normalidad predictatorial. Pero ay, el mal ya estaba hecho. Así, cuando le dio por convocar oficialmente elecciones generales para marzo de 1931, le contestaron con bruscos modos que no tenían intención de cumplir y que, por muy Presidente del Consejo de Ministros que fuera, con el Real Decreto de convocatoria se limpiarían sus ilustres traseros. Ante tamaña desconsideración hacia el cargo institucional, desproporcionado hasta para nuestra natural picaresca, Berenguer se marchó con un sonoro portazo, murmurando anatemas impíos dedicados a tal calaña de desagradecidos.
Para entonces, Alfonso XIII había perdido el respeto de sus súbditos, a quienes no les costó demasiado olvidar sus logros, junto con su labor humanitaria durante la Gran Guerra. Sudó para encontrar a un candidato que aceptara. El almirante Juan Bautista Aznar asumió el marrón gubernamental patrio, y planeó muy bien el itinerario, con bonita letra redondilla sobre el papel: en abril se celebrarían elecciones municipales, en mayo, provinciales, y en junio, a Cortes Constituyentes… Los planes no siempre salen como se esperan.
La candidatura integrada por la coalición entre republicanos y socialistas fue la elección mayoritaria en cuarenta y una de las cincuenta capitales de provincia, allí donde el voto era realmente de consideración. El Rey tomó nota, había perdido el amor de su pueblo —como él mismo manifestaría—, y, en un gesto de alta honorabilidad (el poder para hacer lo que le pluguiera estaba en sus manos), abandonó España, liberándola, para que pudiera decidir su propio destino (como hiciera su nieto años después, mas con una abdicación tardía). Se despidió con nocturnidad, siendo recibido entre vítores y aplausos durante su escala francesa y a su llegada británica. Países donde su hazaña de caritativo socorro había quedado grabada a fuego en los corazones de los agradecidos ciudadanos, inspirados por la necesidad de pagar tan loable servicio.
Con renovadas ilusiones, el 14 de abril de 1931, se proclamó la República. Segundo intento de democracia moderna bajo el compás marcado por la batuta del Gobierno Provisional presidido por don Niceto Alcalá-Zamora. Una de sus misiones cardinales fue la aprobación de una nueva Constitución, cumpliéndose el 9 de diciembre; tras lo cual se le designó Presidente de la República, con don Manuel Azaña como Presidente del Gobierno… Aunque disponer de la herramienta adecuada jamás ha significado contar con la destreza idónea para emplearla.
De cualquier manera, el periodo no transcurrió pacíficamente. Entre otras vicisitudes, las conspiraciones contra la forma de gobierno se sucedieron con impertinencia, y, en torno a ellas, el nombre de un militar de piernas cortas y largas ambiciones aparecía y desaparecía con sospechosa insistencia: Francisco Franco.
Julián Valle Rivas.
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