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"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

La Luisiana española (II)

El Tratado de Fontainebleau de 1762 fue un acuerdo secreto entre España y Francia según el cual ésta última cedería el territorio de La Luisiana a España, en compensación por la guerra. Y se mantuvo así, secreto, incluso bien pasado el Tratado de París de 1763, que puso fin a la Guerra de los Siete Años.

El detalle es importante, pues, aunque las fronteras de la división francesa en Norteamérica no estaban determinadas, parece que abarcaba también el territorio adyacente a la margen izquierda del río Misisipi hasta los montes Apalaches (sector este del río). Pero, con la firma del Tratado de París, esta zona quedó bajo el dominio británico (con Baton Rouge y sin Nueva Orleans), que concedió dieciocho meses para el paso libre de emigración francesa por ella.

Como aquí suscribiente, considero de provecho abrir un amplio paréntesis que permita aproximarle, lector curioso, al panorama territorial mundial resultante del Tratado de París, al influir en siguientes acontecimientos. Por tanto, además de la descrita margen izquierda del río Misisipi, Francia cedió a Gran Bretaña Senegal, la práctica totalidad de sus posesiones en la India (se exceptuó Chandernagor, Karaikal, Mahé, Puducherry y Yanam, cuyo control conservaría hasta el siglo XX), Canadá, Dominica, Granada, San Vicente y Tobago, y le restituyó Menorca y, con la venia de España (Fontainebleau todavía era secreto), le otorgó el derecho de libre navegación por el río Misisipi. Por su parte, España, a cambio de la devolución de Manila y La Habana, entregó a Gran Bretaña Florida (de inmediato, los británicos pasarían a denominar al territorio como Las Floridas, al dividirlo en dos: Florida Occidental, con capital en Pensacola, que ocuparía la superficie entre los ríos Misisipi y Perdido; y Florida Oriental, con capital en San Agustín, el resto). Asimismo, restableció a Portugal el norte de Uruguay, circunscribiendo Colonia del Sacramento, que había aprovechado para ocupar durante la incursión británica por el Río de la Planta. Llama a la trágica carcajada (la que hace derramar lágrimas de irritación e impotencia) el hecho de que Francia, pese a su condición de derrotada, no saliera tan mal parada del lance, manteniendo la isla de Gorea, el archipiélago de San Pedro y Miquelón y Haití (donde se producía la mitad del azúcar mundial), recobrando la isla de Martinica y el archipiélago de Guadalupe, ratificándose a su favor los derechos de pesca en Terranova y obteniendo el compromiso de que población católica francófona de Quebec sería respetada. Y sí, perdió La Luisiana, inmensa, extensísima… O quizá no perdió tanto, como se tendrá ocasión de teclear en sucesivas líneas. De cualquier modo, lo que ganó España fue una impresionante muralla natural entre su territorio de Nueva España, al oeste de la fracción continental, y los de Gran Bretaña, al este. Finalmente, como apostilla notable, días después, el 15 de febrero, se firmó el Tratado de Hubertusburgo, por el que se restauró el statu quo prebélico: Silesia era prusiana.

Pero me había dejado a los franceses del norte dispuestos a valerse de aquel permiso de libre emigración prometido por Gran Bretaña en el Tratado de París, a resultas del cual comenzaron a desplazarse hacia La Luisiana francesa al oeste del Misisipi, aguardando el cobijo entre sus compatriotas; y hete aquí, o allí, o donde fuera, que, al llegar a su destino, descubrieron, con petrificante sorpresa, que La Luisiana francesa ya no era francesa, sino que era española. Imagínese usted, perspicaz lector, el careto gabacho al enterarse, actividad que no le agotará por esfuerzo, pues será un careto alargado, retraído, blanquecido, con mucho oh la la, je ne sais pas qué cojones pasa aquí, con la boca desencajada formando una elipse perfecta y las cejas con más arco que el del Triunfo. Y ahora, imagínese también el careto británico, cuando le alcanza el cotilleo, empresa que ni siquiera le supondrá esfuerzo, porque no habrá variación alguna en el careto, conocida la sosería, la sequedad y la insipidez del carácter de los pérfidos piratas de Albión. Lo que sí se dieron a variar con presteza fue la zona entre la margen izquierda del Misisipi y los Apalaches, que el rey Jorge III, en solemne proclamación, convirtió en Reserva India, con sustanciosos pactos con los nativos, constituyendo su propia barrera de contención ante la presencia española, y el incremento de la migración de colonos franceses de una margen a otra del río.

No sería hasta el 21 de abril de 1764 cuando el rey Luis XV notificó oficial y públicamente a su gobernador colonial en La Luisiana, Charles Philippe Aubry, la cesión y consecuente nuevo dominio español sobre el territorio. Mientras en España se organizaba la vasta provincia americana sobre el papel, se acabó acordando la designación de Antonio de Ulloa como primer gobernador de La Luisiana española, quien no tomaría posesión del cargo hasta el 5 de marzo de 1766; si bien no fue el primer español en pulular por aquel extremo del mundo con cierto imperio. Aunque este particular ha de ser materia reservada para la próxima entrega.