Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Un puente de difuntos

Este puente de Todos los Santos tengo a Tito en casa. No es que se quede a dormir, no somos tan amigos (o no hasta ese punto), pero precisaba de lecturas, y ya que mi modesta biblioteca se halla ahora en la casa familiar, y sabiendo que no presto libros, la labor sisadora le resulta más compleja, o al menos su extrema vagancia le dificulta poner en práctica un ardid lo suficientemente esmerado o sofisticado como para hacerse con el botín literario, por lo que tiene que conformarse con los dos o tres volúmenes que tengo a mano.

El caso es que estamos los dos en el salón. Yo, ante el ordenata, tecleando un nuevo artículo, o intentándolo, mientras él, tirado, literalmente, en el sofá, leyendo el segundo de los ejemplares a disposición. Me pilla en uno de esos momentos de aislante concentración cuando me habla, así que no he entendido lo que sea que me haya dicho. Le pido que me lo repita. «Vaya coincidencia, por las fechas», me comenta. Continúa aperreado, todo el largo del asiento, de espaldas a la luz, aprovechando la iluminación natural que le proporciona la ventana, a la cual ofrece su cogote hirsuto y abandonado, como un cadáver en su ataúd se lo ofrece a los asistentes a su sepelio. Los pinreles, usurpando la decencia con unos calcetines que, pese a su limpieza, se han ganado sobradamente una jubilación negada por mi amigo más por carencia de líquido que de estímulo comercial, le sobresalen por el brazo opuesto del mueble. Alza el libro que sostiene entre sus manos, mostrándome la portada. Se trata de Recital de difuntos, la última obra de ese mastodonte de la creación literaria que es Francisco José Segovia Ramos. Comprendo, entonces, lo que me ha apuntado.

 Recital de difuntos es un poemario monotemático, dedicado a todos los fallecidos que han sido y serán. No versa sobre la muerte, atención, que es tema manido, aglomerado de propiedad intelectual, y socorrido comodín de artistillas menudillos debilitados de ingenio, engendros de la sintaxis; como tampoco sobre la vida ultraterrena, material para metafísicos jiñaditos ante el inevitable momento de diñarla, que cagan longanizas existencialistas, como si hubieran resucitado, retornado a la vida cual aves fénix teóricas o cosmológicas, con mucho demiurgo y nubecitas rosáceas. Y no, Recital de difuntos homenajea a los difuntos per se, a aquellos cuerpos que lloramos, velamos, depositamos y añoramos. También a los que olvidamos, y a aquellos que sólo recordamos una vez al año, por tradición o remordimiento: «Una vez más, como cada año. / La mujer vestida de negro. / Las flores. / Las lágrimas reprimidas. / La lluvia que empieza a caer. / La despedida. / Hasta el año que viene. / Así vienen a ser las visitas / a los difuntos». Representación en la cual, con un papel u otro, todos intervendremos: «Las parcas son pacientes, / tejen sus hilos, / los recogen en sus regazos / y los cortan sin piedad a la hora fijada». Por eso, porque no hay mayor certeza que no existe la vida sin la muerte, porque es un destino unificador, término de cualesquiera de los caminos prudente o imprudentemente tomados, el mismo autor se resigna a esa suerte colectiva, igualadora e igualitaria, y compone una oda fúnebre, respetuosa y grandiosa, con la convicción de que su naturaleza humana, tarde o temprano, lo colocará en el centro del marmóreo retablo, protagonizando alguna de las escenas versificadas: «Y así, llegado mi momento, / nada tengo que objetar ni queja que emitir. / Solo un suspiro. / Un lamento. / Una exhalación. / Y este conciso poema».

«¿Segovia no era narrador?», se cuestiona Tito. Me mira desde su apoltronada posición, una ceja enarcada, el libro abierto sobre el pecho; se rasca la barba varios días desamparada, desconfiado. «Paco es escritor —sentencio—, y el escritor escribe». «No siempre el prosista vale para la lírica —me replica—… Y viceversa». Mi amigo tiene razón. Afamados narradores se han adentrado sin éxito en el mundo de la poesía, como poetas lo han hecho en el de la prosa. El propio Cervantes, como hombre sabio a la par que humilde, se reconocía más versado en desdichas que en versos. Sin embargo, Segovia transciende la natural fragmentación literaria, cosiendo o soldando, a base de destreza métrica, gesta rítmica, frecuencia rimadora y poderío semántico, la grieta o fisura divisoria (cañón insondable, para quien suscribe) que separa los dos inmensos géneros.

Desde el féretro a la pesadilla, pasando por la juventud interceptada por la muerte, las nieves que adornan los camposantos, los gatos que los concurren, los guardianes que los protegen o los epitafios grabados. Desbordante de devoción, no olvida Segovia, pues tronaría su esencia, a aquellos poetas sencillos como sus tumbas, cuyos versos ya nadie recuerda; junto con los muertos anónimos, arrojados a esa fosa común «fría, estéril de palabras, nula de flores».

Con su poemario, Paco Segovia nos evoca esa uniformidad del final: «Morí como morimos todos, / en falsa soledad acompañada, / mas no me importó / porque los que pisan la luz infinita / no aspiran sino a la paz silente, / al recuerdo eterno / y a un rincón oscuro / donde atisbar los pasos de los vivos». Y nos invita a pensar que «Tenemos / la promesa de una tumba / […] / Lo demás, / accesorios en el armario de la vida, / ilusiones hueras».