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Las obras de Misericordia 3: vestir al desnudo

Parece un cierto contrasentido que ahora que llega el buen tiempo hablemos de taparse cuando la tendencia es la contraria. Sin embargo, las obras de misericordia materiales son siempre algo más que la materialidad del enunciado, incluso en esta cuando se lleva a cabo en pleno invierno y ante un frío que rasca, tener a alguien que te abrigue o te palíe el frío se percibe inmediatamente como un acto de verdadero amor.

Al hablar de esta obra de misericordia, siempre se ha hablado de San Martín de Tours, quien allá por el siglo IV en un momento determinado compartió con un mendigo su propia capa. Dicen que esa noche se le apareció Cristo y le hizo ver que ese mendigo en realidad era Él. Es verdad, cada vez que amamos a nuestro prójimo, de la manera que sea, es a Cristo a quien estamos amando.

Hay quien no tiene qué comer, y también quien no tiene ropa que comprar. En esto último parece que la cosa no es ya tan acuciante en los últimos tiempos, porque en muchas parroquias están ya saturados de ropa usada, pero en buen estado, con la que se suele ayudar a los demás, incluso hoy día los mendigos visten mejor que antes.

Pero no va por ahí la cosa; hay que ir más al fondo. Vestir al desnudo no es solo la materialidad de taparle, porque la ropa no es solo algo que tapa la desnudez, que no es poco, ya que la desnudez, en un sentido más profundo, es un modo de decir “desamparo”. Vestir es algo más: vestir es un signo. Vestir es dar dignidad. Más que darla, es reconocerla. El rey viste la corona, el manto, el anillo, el cetro, etc. Cualquier ser humano tiene una dignidad que debe “vestir”, de modo que si le vemos desamparado, en “desnudez”, hemos de vestirle, darle lo que le corresponde según su dignidad de hijo de Dios.

“El hábito no hace al monje”, dice el refrán. Que se me permita dudar seriamente de tal aseveración. La desnudez solo se nota cuando falta la ropa que debería haber ahí, y se nota en toda su crudeza. Cuando Noé se descuidó con el vinillo y agarró una cogorza que le llevó a quedar desnudo y en un estado lamentable, llama la atención la piedad y la delicadeza de sus hijos cuando entraron en la tienda en la que estaba, para taparlo, porque lo hicieron caminando hacia atrás para no ver la desnudez de su padre. Invito al lector a que lea este impresionante pasaje del Génesis.

Tapar la miseria del prójimo, negarse voluntariamente a ver su desnudez, sea culpable de ella o no, es un acto de misericordia, de piedad, que no es que niegue la existencia de esa desnudez, sino que aplica el amor por encima de todo. Desde que Adán y Eva perdieron el paraíso y se percataron de que estaban desnudos, ya sabemos que todos tenemos miserias, que todos estamos desnudos, pero esa desnudez no es una llamada al escarnio, sino un reclamo para ejercitar el amor.

En el capítulo 3, versículo 27 de la epístola de San Pablo a los de Galacia, en medio de Turquía, se dice algo que es fundamental: “Los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo”.

Esa es la vestidura de quienes somos cristianos: Cristo. Efectivamente, Cristo es nuestra vestidura. Y Cristo es el Amor mismo encarnado. El amor de Cristo es la vestidura que tapa nuestra desnudez y la que hemos de usar para tapar la desnudez del prójimo. Todo el mundo reclama el amor de Cristo porque todo el mundo necesita el amor de Cristo, ya que sin él está desnudo, desamparado.

La vestidura de Cristo, del amor de Cristo, es la vestidura del amor, de la comprensión, de la aceptación del otro, sea como sea, de la disculpa, de la clemencia, de la tolerancia, de la misericordia, de la bondad, de la humildad, de la mansedumbre. En definitiva, de la caridad. Decía San Josemaría Escrivá que abandonar las relaciones humanas a la simple justicia hace la vida muy árida, siendo necesaria la caridad, que hace la vida suave y más dulce.

Me parece que se entiende esto de “vestir”, aunque en las playas del Mediterráneo y en los meses que se avecinan haya quien lo entienda como extemporáneo. A ver si nos entendemos.