La última obra de misericordia de las llamadas espirituales es orar por vivos y difuntos. Aunque orar y obrar son dos cosas diferentes, no son contradictorias, sino complementarias siempre. El cariño se demuestra siempre con obras, pero también con oración. No existe verdadera misericordia si no hay oración por los demás y tampoco se puede hablar de verdadera misericordia si solo existe oración por los demás pero no hay obras de amor hacia ellos.
Siempre podemos preguntarnos ¿Cómo es mi oración por los demás? ¿Les acepto incondicionalmente como son o les quiero “correctos”, definiendo yo en qué consiste esa corrección, pretendiendo moldear a los demás a mi gusto?
Lo anterior puede ser un buen punto de partida para plantearnos cómo debe ser nuestra oración por los demás.
Lo primero necesario es ponerse en el lugar del otro y hacer el esfuerzo de salir de nuestro punto de vista particular.
Lo segundo es dejar a Dios que decida qué es lo bueno para otro. Esto no es fácil, pues hay quien cree que una enfermedad, un fallecimiento, un desencuentro afectivo, un quebranto económico, una pena injusta de cárcel o una sanción administrativa arbitraria son cosas malas para todos, y puede ser que Dios no lo vea así. Para Dios, todo lo anterior pueden ser cosas buenas en la medida en que pueden conducir a algo mejor. No es fácil repetir con convencimiento profundo esa afirmación de San Pablo de que “todo es bueno” para quienes aman a Dios. No es fácil salir de la miopía consistente en quedarse en lo inmediato, para trascender en el tiempo y dejar que los planes de Dios se cumplan. No es fácil llevar a cabo esa afirmación de Santa Teresa de que “la paciencia todo lo alcanza”, pues la paciencia supone fe, supone dar un voto de confianza a Dios, de modo que llegue a ser un hecho ese “todo es bueno”, aunque tal afirmación no se vea, por ahora, como un hecho, sino como una utopía.
Tras muchos años de vida cristiana, me parece que todo cristiano siente con mayor rotundidad cada vez, que la mejor oración posible es el padrenuestro, y en concreto, esa petición, “hágase tu voluntad”. También se siente con mayor convencimiento cada vez que orar por otro no es pedir cosas para otro, puesto que lo mejor que pueda pasarle a otro es lo que Dios tenga previsto para él. La mejor petición para otro es rogar a Dios que le bendiga, que le salve; de la manera que Él vea mejor, y asumiendo que lo que en un principio puede parecer una desgracia, en realidad no lo es, porque es algo querido o permitido por Dios para algo mucho mejor que vendrá después.
Me parece que es oportuno señalar tres precisiones psicológicas aparejadas con la oración por los demás.
La primera es que, cuando rezo por otro, empiezo a verle de otro modo. Si me pongo a orar por alguien a quien no quiero especialmente, empiezo a quererle más. A quererle a él; no a las obras malas que quizá haya cometido. ¿Hay alguien que haya probado, por ejemplo, a rezar por el alma de Mao Zedong, o de Stalin o de Hitler o Bin Laden? Para muchos, estos tipos son la encarnación de Satanás. Pero aunque les pese, no son demonios, sino seres humanos que, una vez fallecidos, habrán tenido que rendir cuentas ante Cristo, como los demás seres humanos. A ninguno de nosotros nos está permitido juzgar a los demás, a estos tres tampoco, pues no conocemos lo más interior de sus conciencias. Solo Cristo es Juez. A nosotros nos corresponde rezar por todos, por estos tres individuos, también. Si rezáramos por ellos, los veríamos, no como demonios, sino como seres humanos como nosotros, pecadores como nosotros, necesitados de la misericordia de Dios, como nosotros. Si rezáramos por ellos, los veríamos de otro modo.
La segunda precisión psicológica es que mi oración sostiene a los demás. Esto es perfectamente comprobable fijándose en la reacción de quienes se confían a nuestra oración. En realidad, se sienten sostenidos por Dios a través nuestro.
La tercera precisión es que la oración genera más amor entre todos. Cuando unos rezamos por otros, todos nos amamos más y nos sentimos amados. Por eso el cristianismo debe ser vivido no solo a nivel individual, sino en comunidad, ya sea la parroquia, un grupo de estudio de la Biblia, la catequesis, un instituto religioso, una asociación cristiana, etc.
Pero la oración no es un simple truco psicológico, sino algo real, porque Dios oye y escucha mi oración siempre, y actúa en el otro moviendo los corazones, aunque respetando la libertad de cada uno. Dios siempre tiene la última palabra, pero siempre nos escucha. La oración es lo que sostiene el mundo, no porque Dios solo actúe cuando oramos, sino porque cuando oramos, nos asociamos a Dios, que es quien con su misericordia sostiene el mundo.
Podemos preguntarnos ahora qué sentido tiene orar por los difuntos. Algo hemos dicho ya, pero todavía podemos decir algo más. Rezar por los difuntos, al menos denota fe en que no todo acaba aquí. “Es ya lo último que podemos hacer por ellos”, dicen algunos, lo cual denota que, en vida, se podían hacer obras de amor, además de la oración, por ellos. Bien. Ahora solo queda la oración, que no es poco. Orar por los difuntos es, ante todo, expresión de nuestra vinculación con ellos, es el último servicio que les podemos prestar: ayudarles para que al morir, se entreguen al amor de Dios. Podemos pensar que el tránsito a Dios es cosa de un instante, pero puede ser que nos equivoquemos. Lo que es un instante es el momento de la muerte, pero en cuanto al tránsito a Dios, nada sabemos, y menos si hablamos de “tiempo”, el cual es una categoría de esta vida, mientras que tras el umbral de la muerte, hablar de “tiempo” es, cuanto menos, una osadía. Recordemos a San Pablo: “Ni ojo vio, ni oído oyó …”. Por tanto, siempre será oportuno orar por los difuntos en su tránsito a Dios, aunque según nuestras coordenadas de tiempo, haya sucedido hace mucho el “momento” de su muerte.
¿Infierno? ¿Purgatorio? No sabemos. “Ni ojo vio….”. Oremos por ellos, por su tránsito a Dios.
Orar por los difuntos también nos viene bien a nosotros. Mirar al Cielo ayuda a vivir mejor en la tierra, entre otras cosas porque nos ayuda a ver mejor la misericordia de Dios, que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. ¿Será posible que no todos los hombres se salven y por tanto, que se vean frustrados los planes de Dios? ¿Será posible que al final, el amor no termine siendo más fuerte que la muerte?
Orar por los difuntos es una expresión de fe y un servicio de amor. Orar por vivos y difuntos (esto es, por todo el personal), es un servicio de amor a todos los seres humanos. Tan importante es, que los monjes y las monjas contemplativos han dedicado su vida, apartándose totalmente del mundo, a la única ocupación de orar a Dios por los demás, dando un sentido exclusivamente escatológico a sus vidas en esta tierra.
Orar por los demás es amar a los demás, acompañando, con nuestro amor, al vivo en su vida, y al difunto en su proceso de morir. Además es tener fe en el amor de Dios por todos y unirse a ese amor de Dios que va más allá de la muerte. Como diría Gabriel Marcel, “amar significa decirle al otro: tú no morirás”. Amar a los difuntos es algo muy bueno, porque los muertos nos recuerdan nuestra propia muerte, y nos recuerdan nuestra meta, Dios.