Ha dado la vuelta al mundo recientemente la imagen del Papa, arrodillado en un confesonario de la Basílica de San Pedro en calidad de penitente, confesando sus pecados ante el ministro de Cristo que estaba en ese momento en el confesonario. No es que el Papa no esté habituado a confesarse. Todos los Papas se han confesado, y la gran mayoría de ellos ha practicado la confesión frecuente. Del Beato Juan Pablo II sabemos que se confesaba semanalmente, lo mismo que Benedicto XVI. De Francisco sabemos que lo hace cada dos semanas. Lo novedoso, sin embargo, es “ver” al Papa de rodillas como penitente. A los que no salían de su asombro, el propio Papa ha tenido que recordarles que él también es un pecador y por tanto, necesitado de la confesión.
En esto tenemos todos algo en común, que somos pecadores. Quizá la soberbia lleve a más de uno a no reconocerlo; no sabe lo que se pierde, no solo desde una óptica espiritual, sino meramente humana. El transcurso de la vida hace que se nos vaya pegando el polvo del camino a los pies: conforme pasan los años vamos comprobando que en determinadas ocasiones no hemos actuado bien y más de una vez hemos deseado, explícita o implícitamente, que el tiempo se volviera a repetir para corregir alguna de nuestras actuaciones. La confesión hace esto posible, nos “resetea”.
La cantidad de sufrimiento que existe en la humanidad es incalculable. Mucho de ese sufrimiento tiene a otros por causa, pero hay una buena parte del sufrir humano que tiene por causante al propio sujeto que sufre. Esto es evidente, porque de lo contrario no estarían abarrotadas las consultas de los psiquiatras y psicólogos con pacientes que no están contentos de su propio actuar. Me parece que en toda esta cuestión falla algo esencial: Se le han enseñado a quien sufre muchas terapias concienzudamente investigadas, pero no se le ha enseñado a pedir perdón, que cuando es oportuno, resulta ser la terapia más efectiva, ya que los males del alma se curan con terapias del alma y no hay nada con lo que el alma quede más en paz que con una buena confesión. Esto lo digo por experiencia propia, y también por experiencia ajena de personas cercanas, a quienes he visto, como a mí, experimentar el perdón de Dios.
Y además, la confesión es gratis en medio de este mundo donde nos cobran hasta por respirar. Alguna vez he pensado que si el SAS descubriera este chollo pondría una planta entera del Reina Sofía con confesonarios para solucionar antes, más y mejor muchos problemas que le cuestan unas buenas nóminas de psiquiatras y psicólogos, amén de un cargamento de medicinas para las enfermedades psíquicas, pagadas con dinero público. No quiero menospreciar a estos profesionales, sino hacer ver que muchos casos que les pueden llegar no son problemas médicos, sino problemas espirituales porque afortunadamente en los problemas del alma, esta también puede poner de su parte, y muchos problemas desaparecen ante ese acto de humildad de ponerse en la presencia de un ministro de Dios y pedir perdón por haber pecado.
Una enfermedad psíquica le puede venir a cualquiera. Pueden ser muchas las causas y no podemos generalizar. Sin embargo, lo que yo he podido observar, es que quienes viven la religión cristiana intensamente están en mejores condiciones de afrontar una enfermedad psíquica y se defienden mejor cuando esta aparece. Y es lógico que sea así, ya que el alma no se cuida solo atiborrándose de orfidal, prozac o trankimazín, porque el alma no es una máquina o un producto químico con quien reaccionan otros productos químicos; el alma es espiritual y la medicina del espíritu tiene su propio modo de ser, y Dios, autor del alma, conoce muy bien cómo es esta y qué cuidados debe tener y por eso instituyó el sacramento de la penitencia.
El Papa tiene varias enfermedades, pero del alma, está como un roble. Algo tendrá que ver en ello su confesión cada dos semanas. El que lo quiera comprobar, que pruebe.
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