Tal día como hoy mi padre hubiera cumplido 99 años. A mi estas cifras me abruman un poco porque quiere decir que yo no soy ya tan pequeño. Más me abruma pensar que mi abuelo paterno, a quien llegué a conocer, ahora tendría 139 años.
Ahora que mis padres ya no están aquí, pienso a veces en sus cumpleaños, esas fiestas familiares tan queridas en las que nos sentíamos tan bien; los regalos quedan en un segundo plano. De todas formas he de decir con vergüenza que dentro de lo que da de sí mi memoria, a pesar de que son todavía pocos los años que hace que mis padres han fallecido, y aunque recuerdo vagos fogonazos de sus cumpleaños, esos fogonazos son más precisos respecto de mis propios cumpleaños que de los de ellos.
En esto se puede ver de alguna manera el egoísmo humano, en este caso, el mío, que guarda en la memoria los sucesos felices en los que uno mismo fue el protagonista, pero tiene mayor dificultad para recordar esos mismos momentos cuando el protagonista fue otro, como es el caso de los cumpleaños de mis padres.
Resulta curioso que los únicos cumpleaños de mis padres que recuerdo con un poco más de nitidez fueron los últimos respectivos de cada uno de ellos, pero no los anteriores. Quizá fue una premonición de que ya no disfrutaría en los años sucesivos de su presencia en esta tierra.
Del último cumpleaños de mi padre, el 20 de mayo de 2000 realmente no me acuerdo bien, pero sí de su santo, unos días después, el 13 de junio, que yo también lo celebré con él, por tener ambos el mismo nombre de pila. Probablemente el 20 de mayo no me pilló en Madrid, pero sí el día de su santo, en el que recuerdo que le regalé la biografía de Juan Pablo II de George Weigel, la más completa de cuantas se han escrito, cuya primera edición apareció ese año. Le dediqué el libro y en los siguientes días mi padre se puso a leerlo con entusiasmo. No llegaría a terminarlo pues murió el 27 de julio. De aquel 13 de junio recuerdo que, antes de comer, bajamos a tomar un aperitivo en la terraza que hay en la acera, junto al portal de casa de mis padres, que regenta el restaurante Alcobilla, que entonces se llamaba Irún, y que aunque los dueños son los mismos que entonces, todavía no había sufrido las obras de reforma en las que se reformó hasta el nombre del establecimiento.
En cuanto al último cumpleaños de mi madre, el 31 de agosto de 2009, lo recuerdo muy claramente porque dos días antes, en la noche del 29 al 30, mi madre se puso muy mal hasta el punto de que creí que se moría. En otro lugar he detallado el suceso. Baste aquí decir que cuando llegó el día 31, que era su 90 cumpleaños, me percaté por primera vez en mi vida del valor que tenía para mí pasar el cumpleaños de mi madre estando ella viva. Por eso recuerdo con nitidez todos los detalles de ese día que obviamente no caben en el espacio reducido de este artículo y que he detallado en otro lugar: la visita a la librería de San Pablo de la plaza Jacinto Benavente, la dedicatoria del libro que le compré (La Ciudad de Dios, de San Agustín), el paseo en taxi por las calles de Madrid, la parada junto a la casa de sus padres, mis abuelos, el viaje en taxi a Majadahonda, la comida en el restaurante El Cortijo, las fotos familiares al final de la comida que nos hizo el dueño del restaurante y que conservo, la tertulia familiar por la tarde en casa de mi hermano, el viaje de vuelta a Madrid y los comentarios de mi madre, ya en casa, evocando lo bien que lo habíamos pasado aquel día (“un día para recordar”, decía ella).
Ese día está en mi memoria como una película. Mi madre murió al año siguiente el 24 de agosto, siete días antes de su 91 cumpleaños. En la familia veníamos preparando desde hacía tiempo ese día con gran ilusión. Todo hacía pensar que lo íbamos a celebrar. El día 17, por ejemplo, una semana antes de su muerte, mi madre gozaba de perfecta salud. Enfermó 5 días antes de morir. El día 31, cuando hacía una semana de su fallecimiento, se terminó de imprimir lo que yo tenía proyectado que sería mi regalo de cumpleaños: un libro de su padre, mi abuelo, que yo había elaborado a través de una editorial desde hacía varios meses sin que ella supiera nada. Era una sorpresa para ese día en el que terminamos reuniéndonos toda la familia en casa de mi hermano,…pero sin ella.
Quizá las precedentes líneas no pasen de ser unas leves pinceladas sobre recuerdos familiares, pero dado que ya voy teniendo una edad, me permito sugerir alguna idea a modo de consejo por si alguien quiere aprovechar la experiencia de quien como yo tiene la mala fortuna de que se le haya pasado ya el tiempo de llevar a la práctica lo que dice: Es una buena cosa vivir a fondo los cumpleaños de los padres más que los propios. Esos cumpleaños pasan a ser tesoros de la propia vida que quedan en la memoria. Cuantos más tesoros de estos, mejor.
Soy bastante escéptico. Probablemente, muchos de los que esto leen lo querrán llevar a la práctica…cuando ya sea demasiado tarde. Qué le vamos a hacer.
Añadir nuevo comentario