La quinta obra de misericordia corporal parte de aquella bienaventuranza de Cristo en la que dice: "Estuve en la cárcel y vinisteis a verme". No especifica el Señor si se toma o no partido por el reo ni si se juzga favorablemente de él. Parece que el Señor solo pide que "vayamos" a ver al preso, a acompañarle, a solidarizarnos con él; no más. No se trata de montar un pollo en la prisión o de preparar una fuga, no. Solo se trata de ir a ver a los presos.
Pensándolo bien, no es poco. A ver quién es el que se atreve a ir a ver a la cárcel a Bárcenas, Roca, Julián Muñoz y tantos otros. La sola visita a esta gente podría costarle a más de uno la carrera política, porque un encarcelado es, ante todo, un "apestado" con el que no conviene estar. Esta es la razón por la que quienes dan con sus huesos en la cárcel ven evaporarse súbitamente a quienes creían amigos. Todo el mundo se les arrimaba cuando las cosas les iban bien, pero una caída en desgracia es un "error" que no se perdona en el mundo en que vivimos, no solo durante el tiempo en el que se está en la cárcel, sino después de salir de esta.
Visitar a los presos es ir contra corriente, es llevar la contraria al mundo que nos rodea, es jugar a caballo perdedor, es ser un inadaptado, por no decir gilipollas, ya que lo único que puede uno conseguir visitando presos son problemas derivados de que lo identifiquen con los apestados que hay dentro de esos recintos.
Yo, como soy algo gilipollas, siempre llevo la contraria y me gusta jugar a caballo perdedor, tenía un amigo en Almería que de la noche a la mañana lo metieron en el trullo. Y me presenté en la prisión. Aunque lo intenté, no pude estar un rato con él porque según el reglamento de la prisión, mi visita supondría restar una a las que estaban aprobadas para que fueran llevadas a cabo por sus familiares. Pero por lo menos lo intenté. Tuve una sensación parecida a cuando voy a un cementerio: Quienes están ahí no sirven absolutamente para nada, unos están muertos y otros están muertos en vida. En cualquier caso, la sociedad los segrega, no quiere saber nada de ellos.
Sin embargo, en lo que a prisión se refiere, pasa algo parecido a los manicomios: que ni están todos los que son, ni son todos los que están, porque los jueces a veces fallan más que una escopeta de feria, a lo que se une con cierta frecuencia la envidia o la venganza de otros, que logra conseguir que determinadas personas inocentes den con sus huesos en la cárcel.
Pero la cárcel no es el juicio definitivo, el cual está en manos de Dios, que sobre todo ve el corazón del hombre. Por eso, si queremos ejercitar la misericordia, no hemos de tranquilizar nuestra conciencia pensando que ya se da por ahí una vuelta el capellán de prisiones nombrado por el obispo. Hemos de ir a la prisión, hemos de abandonar el prejuicio, hemos de "tocar a Cristo" en el hermano preso, en cuyo corazón siempre hay algo bueno que podemos descubrir y que le podemos ayudar a él a descubrir.
También los apóstoles fueron metidos en el trullo en cierta ocasión. Y en otra ocasión, Pedro individualmente, y también Pablo y Silas. La cárcel ha sido el domicilio de gentes de las mejores familias, como Santo Tomás Moro. La gente mundana juzga demasiado deprisa, pero en la cárcel ha estado la flor y nata de los santos del Cielo. Visitar a los presos es algo muy positivo, no solo como obra de caridad, sino porque nos viene muy bien a nosotros mismos, en la medida en que nos invita a examinar nuestra propia conciencia por aquello de que quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
Como todas las obras de misericordia corporales, hay en esta una lectura más profunda también. Tradicionalmente, la Iglesia siempre entendió esta obra de misericordia como una redención del cautivo. Incluso se fundó en el siglo XIII la orden religiosa de los mercedarios, con este fin. Pero podemos plantearnos que hay otros modos de "soltar las cadenas del prójimo", porque hay "otras cárceles" además de la cárcel material. Me refiero a la angustia que padecen no pocos hombres debida a los problemas de todo tipo, y cómo no, a la depresión y otras enfermedades psíquicas, tan frecuentes hoy en día, verdaderos "calabozos" en los que está metida tanta gente.
Al igual que en las cárceles materiales, quizá no podamos "sacarlos" de esas otras cárceles, pero sí podemos hacer algo: Lo primero, no tener miedo al contacto con ellos y con sus cárceles. En segundo lugar, sentir con ellos, aceptarlos, comprenderlos.
Hace años conocí a un tipo que se las daba de cristiano pero que a mi no me lo parecía tanto, que tenía la teoría de que quienes se consideraban enfermos de depresión, en realidad tenían cuento y lo que les pasaba es que eran unos soberbios porque pretendían que el mundo debía girar alrededor de ellos.
Me alegro de no ser como él y de no compartir ese punto de partida de pensar mal de los demás y desconfiar de ellos. Prefiero la postura de José María Pemán, "piensa bien y acertarás", aunque pueda haber quien abuse de esa confianza.
Ante quienes están en esas cárceles inmateriales, siempre podemos poner amor, entrar en esos calabozos y llevarles nuestro cariño, viendo en ellos a Cristo que sufre. Incluso podremos sacarles de sus prisiones, de sus autocondenas, de sus autocastigos, y llevarles a la libertad, a la paz de sus conciencias, desde la que, como nosotros, pueden amar también a Cristo.