Está claro que Elena Valenciano ha escuchado pocos discursos políticos en lo que va de siglo y a los que haya querido atender, se supone que al menos los de su partido, han debido carecer de altura política alguna cuando, entusiasmada y presa de su espíritu feminista que ella misma se encarga de airear, declaró la semana pasada que el discurso de investidura de la presidenta de la Junta, Susana Díaz, había sido el mejor de lo que va de centuria. Confiemos que Valenciano no siga los pasos de sus compañeras de partido Bibiana Aido y Leyre Pajín, alcanzando el cargo de ministra que tan largo les venía a ellas, y, en todo caso, no hagamos saltar las alarmas pues tenemos aún más de ochenta y cinco años por delante para que haya alguien que "mejore" los registros de la socialista Díaz.
Lo cierto es que una y otra, Valenciano y Díaz, representan la realidad y el llamado cambio generacional del principal partido de la izquierda, aunque, eso sí, hayan crecido y se hayan desarrollado política y personalmente en la jaula dorada del aparato del partido y del cargo institucional, por lo que poco cabe esperar de ambas, al menos en cuanto a renovación de ideas y avances decisivos en la democratización de los partidos políticos y, a través de ella, de la sociedad.
El discurso de la presidenta de la Junta no dejó de ser sino una mera declaración de intenciones, con buena redacción y sin faltas de ortografía, pero sólo eso. Nada de compromisos concretos y una gran dosis de demagogia en algo que tanto afecta a la nueva titular del palacio de San Telmo como es la corrupción del PSOE-A en el caso de los ERE falsos en el que, como menos, ha sido espectadora silenciosa, cuando desde la Vicepresidencia que ostentaba podría haber alzado de manera decidida la voz contra el espectáculo que sus compañeros de formación nos han venido ofreciendo.
De nada vale decir que se está contra la corrupción, cuando se consigue el cargo que tanto se ha perseguido, si en el camino hacia él, y para no perder la carrera, una se ha movido en las aguas sucias de un Gobierno que mucho tendrá que explicar sobre el destino de fondos sociales hacia objetivos muy lejanos a ello. No. Susana Díaz no representa nada novedoso en el panorama político andaluz, ni creo, en absoluto, que ese "tender la mano" a la oposición que anunció en la investidura, represente un gesto sincero sino, como viene ocurriendo en estos casos, un mero brindis a la galería sin mayor contenido real.
Como tampoco creo que desde la oposición se esté, en absoluto, por acercar posturas con los socialistas andaluces para sacar a la región del abatimiento económico y laboral en el que se encuentra.
Más, si tenemos en cuenta las palabras del secretario general del PP-A, José Luis Sanz, al afirmar, tras conocerse la composición del nuevo Ejecutivo andaluz, que "es un Gobierno hecho para la confrontación con el Gobierno de la nación", sin esperar tan siquiera a que tome sus primeras decisiones.
Aquí cada cual va a su bola, los socialistas a seguir ostentando el poder en su feudo, los de IU en beneficiarse de las migajas que les ofrece su especial situación para conformar mayoría con el PSOE, y el Partido Popular a redefinirse una y otra vez como oposición en su agónico intento por alcanzar un rotundo triunfo electoral que los andaluces, aun a pesar de la corrupción y la oligárquica forma de gobernar de los últimos treinta años, no le conceden.
Es como un juego en el que el ciudadano goza de unos segundos para decidir y después, durante cuatro años, son otros los que deciden por él, sin importarles demasiado -a la vista lo tenemos y Susana Díaz es un ejemplo más de ello- los argumentos por los que se convenció al electorado cuando hubo de emitir su voto.
Lo decía el otro día a un grupo de amigos en un chat interno que tenemos, si no fuese porque hay demasiado desalmado suelto, a uno le dan ganas de gritar ¡viva la anarquía! -supongo que debe ser tan constitucional y permitido como exhibir la bandera republicana- dado el caso que quienes nos representan hacen de aquello con lo que presuntamente se comprometen.
Y mucho me temo que o cambian las reglas del juego, o se atienen a una ética política muy distinta a la que actualmente practican, o nuestros jóvenes harán, cada vez en mayor número, uso del grito, reclamando una democracia participativa que hoy es sólo formal.
Así no es de extrañar que haya quien se descuelgue con aquello del mejor discurso del siglo XXI, huérfana de unos principios políticos e incluso sociales que a lo largo de este siglo bien que se han ocupado en destruir.
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