Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Historismo constitucional (IX)

Ciertamente, a quien suscribe se le da un ardite el resto de países terráqueos. En lo concerniente a España, pasada la segunda mitad del XIX, todavía se estilaba la costumbre medieval de reservar los más altos cargos políticos a militares de lustre. Como si la cosa gubernativa fuera una incursión, escaramuza o combate, lo cual, aquí, tampoco era ir descaminado; pero ya escribí que la española fue, y sigue siendo, una raza aparte. No era, ni es, cuestión de ingenio castrense o mano dura, sino de que cada palo que aguante su vela, cada perro se lama su cipote, líbrese quien pueda, maricón el último y Dios ya sabrá reconocer a los suyos cuando lleguen. Y la maldita costumbre se prolongó, bien lo sabemos todos, hasta las postrimerías del XX.

En 1868 un nuevo militar entra en la escena con ínfulas políticas. El general Juan Prim era la figura destacada de la comandita marcial que la lio por entonces. Custodiado por el general Francisco Serrano y el almirante Juan Bautista Topete, llevó a la práctica la conspiración pactada en Ostende. La sedición, iniciada en Cádiz, se extendió rápidamente, ofreciéndonos el insólito exilio real. El 30 de septiembre, Isabel II abandonaba España, aliviando de peso a algún que otro amante.

Serrano asumió la presidencia del Gobierno Provisional, entre cuyas primeras medidas estuvo la de convocar elecciones a Cortes Constituyentes elegidas por la concesión del sufragio universal, el de la época, se entiende: hombres mayores de veinticinco años. Que triunfara la corriente monárquica y progresista no suponía que se fuera a respetar así como así la decisión de la mayoría, faltaría más. Con mucho retoque de bigotazos y mucha pose de solapas de levitas, lograr el consenso —la sola palabra, pronunciada en España, motiva la risa— en la forma de gobierno y la libertad de cultos casi nos cuesta el descolgar del armario los uniformes. Por aquello de más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer, se optó por la monarquía, y traería cola; respecto de la libertad religiosa, se apostó por una considerable amplitud, garantizando a quienes profesaran una religión diferente de la católica su ejercicio público y privado acatando los principios universales de la moral y el Derecho. Que ya era echarle cojones al asunto. Aunque el devenir de los nuevos tiempos y la propia protección de la Iglesia frente a los insurgentes anticatólicos triunfaron como argumentos. Y claro, en una nación tendente a la infame denuncia, donde odiar al prójimo era el primer mandamiento, eso de que moros, judíos y demás ralea hereje deambulara por ahí con el ciruelo en la frente, el descanso del sábado y otras ofensas al Hijo de Dios, propició más intolerancia, si cabe, que integración.

Pero bueno, se aprobó la Constitución de 1869, rezumando el espíritu del progresismo por todos lados, fundamentalmente en su catálogo de derechos individuales, hasta el punto que su enumeración «… no implica la prohibición de cualquiera otro no consignado expresamente»; esto era, sin límite. Además, se consagraba el sufragio universal, la división de poderes y la soberanía nacional. Los Poderes del Estado mantuvieron su senda tradicional: Rey y Gobierno, Cortes bicamerales y Judicial. Sí, en éste, se reconoció el acceso por oposición —calvario para unos y oportunidad para otros—, se prefirió la unidad de códigos y se consolidó el juicio por jurados para todos los delitos políticos y los reservados por ley. Como curiosidad, se constitucionalizó una fea directriz, hoy normalizada con idéntica carencia de belleza: sólo podían asistir a las sesiones de Cortes los ministros que pertenecieran a ellas, diluyéndose el control del Legislativo sobre el Ejecutivo.

La de 1869 fue la Constitución más liberal de las promulgadas hasta la fecha, un ejemplo para Europa, a la vanguardia continental. Posiblemente, el primer texto constitucional reconocido como democrático, en el sentido actual del vocablo. Fue una digna Constitución. Para ser española. Me atrevería a emplear «orgullo», y sacar pecho, si no fuera por la constante decepción nacional.

Porque el problema era, y fue, el mismo, el de siempre: España. Las Españas, aún. Una tierra donde razonamiento, recapacitación, rectificación o lógica son aplastadas sin piedad. Donde lo válido se contiene en la bolsa escrotal de cada paisano. Por tanto, la aplicación de la nueva Constitución fue ridícula, pues cada uno hacía lo que le salía de bolo y bola. Y punto. Si me gusta lo hago, y si no, a tomar por saco.

Entretanto, seguido con atención este capítulo, la vigencia constitucional era un hecho que configuraba una forma monárquica sin contenido, accidental, preservada por la regencia de Serrano. En resumen, España era una Monarquía sin Rey. Y precisamente la elección del monarca generó un episodio tan lamentable y vergonzante que obliga a rescatarlo de la Historia para este Historismo. Sin embargo, estoy cansado. Los dedos se deslizan con pesadez sobre las teclas. Necesitado del respiro, me despido hasta el próximo. Salud.

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