El ser humano es cruel por naturaleza. Sólo hay que echar la vista atrás y conocer un poco el pasado para comprobar que cada guerra, cada batalla o incluso cada movimiento político o social se han movido siempre (o casi siempre) por interés.
Nada ha cambiado en la actualidad, no nos engañemos. Es más, ni siquiera hemos aprendido nada de nuestra historia y de nuestros errores. Sólo hay que mirar hacia el Mediterráneo para comprobar el egoísmo y la acritud de la humanidad. No lo digo para que empiecen a reservar sus hoteles de cara al verano en la Costa del Sol, sino para que seamos conscientes de la difícil situación que viven los refugiados sirios en el este de Europa.
Y es que las mismas playas donde dentro de unas pocas semanas nos broncearemos y abrasaremos nuestro paladar con espetos y cervezas, el mismo mar que baña la costa de Málaga o Almería, es el que día a día engulle a unas personas que se hacinan como sardinas enlatadas en una patera en busca de una vida mejor. Es más, ni siquiera buscan una mejor vida, sólo dejar atrás pueblos y ciudades devastadas por una guerra infinita que está acabando con las vidas de sus seres queridos.
Concienciémonos con esas personas que duermen día a día en barrizales, en unas tiendas de campañas ancladas en terrenos anegados por la lluvia. Seamos empáticos con esos hombres, mujeres y niños que sobreviven sin nada en terreno europeo, que esperan altura política por parte de los líderes europeos para empezar a ver la luz al final del túnel y poner fin a esta delicada situación.
Lo que resulta realmente preocupante no es ya el hecho de que Europa no ponga solución o el cuestionar si las medidas llevadas a cabo son las apropiadas o no. Es que la credibilidad de esta comunidad de países es cero cuando vemos que ni siquiera cumplen con lo firmado. Y es que si nos remitimos a las cifras, nuestro país, para no ir más lejos, ha acogido a 18 (sí, han leído bien) de las 16.000 refugiados que prometió. Las cifras no son mucho mejores entre nuestros vecinos, pues no llega al millar las personas venidas a la Unión Europea del total de 120.000 que supuestamente íbamos a recibir.
Sin duda, los datos hablan por sí solos, dejando en entredicho el compromiso de unos países europeos entre los que queda latente una pasividad preocupante ante un problema global. Hagamos por favor un ejercicio de ‘sentido común’, dos palabras que escuchamos una y mil veces cada día en la boca de nuestros gobernantes pero que parecen olvidar cuando toca remangarse y ponerse a trabajar por aquellas personas que verdaderamente lo necesitan.
Y no me refiero ya sólo a los refugiados, sino a esas familias que se ven ahogadas en nuestro país, que tienen que tirar de las pensiones de los abuelos para llegar a fin de mes. De esos jóvenes que ven sus sueños truncados, de la generación mejor formada de la historia que debe emigrar a otros países en busca de las oportunidades que no encuentran en España. Menos prometer si no se va a cumplir, menos hablar para no decir nada y más trabajar para buscar remedios.