En realidad, no me gusta. Siempre me resulta tremendamente aburrido el circular por una carretera con la atención al horizonte a partir de esa estampa que lo segmenta al sur en un gris desangelado y salpicado por un blanco carcomido e intermitente. Tampoco mejora la sensación, cuando ruedo por las calles de la ciudad. Aquí la atención y la concentración se multiplican hasta el extremo: señales, semáforos, vehículos, peatones. A veces, los peatones no ponen demasiado de su parte: abandonan la acera, salen de los edificios sin precaución o se cruzan sin miramiento por la propia vida. Y ahora toca soportar también a los del patinete.
En esa entropía que es la ciudad, yo prefiero, y preferiré, residir en una pequeña o media, donde las distancias se pueden solventar andando y el coche se condena cual cachivache secundario, una inutilidad necesaria a la que se recurre en aquellos momentos en los cuales la obligación te empuja fuera de las fronteras municipales o te doblega la carga del maletero. El coche aquí es un carísimo electrodoméstico conservado en un aparcamiento interior, nebuloso de formol de monóxido, o exterior, hisopado de cagadas de palomas. Conservación, tecleado sea, entendida en sentido figurado, pues no hay máquina que desperdicie más dinero. No basta con usarla de un modo razonable, como un televisor o un frigorífico, sino que, computados kilómetros o años, saltan las pejigueras alertas de mantenimiento, que despluman euros a su dueño, cual pollo al borde del sacrificio. Además del día a día de combustible, limpieza y presión de neumáticos.
El coche es, sin duda, un sacacuartos inmisericorde, que exprime carteras con mayor frialdad que una persecución tributaria. Una sanción mensual de cinco u ocho años repercutida de complementos de variable cuantía económica. Un mamotreto de tonelaje indeterminado que pierde valor al momento de arrancarlo para salir de concesionario donde se acaban de firmar docenas de papeles de compra. Una inversión ruinosa (salvo instrumento de trabajo) que el modelo de vida y sociedad conminan a adquirir con su mendaz canto, como las sirenas conminan a Odiseo hacia la locura. Y es este modelo de sociedad y vida el que nos ha dibujado una biografía abonada de coches, como un mal imprescindible sin el cual, por desgracia, no sabríamos o podríamos avanzar.
Pero no me gusta conducir, tecleaba. Me exasperan las retenciones y los colapsos circulatorios que dilatan los tiempos, los domingueros que cogen el coche para pasear y contemplar el paisaje, los indecisos del volante que exportan el peligro. Se tornan estremecedores esos días de lluvia que taponan las vías, como las grasas taponan las arterias, que parece como si todos los novatos se hubieran decido a moverse al unísono, por los atascos e incertidumbres; que elevan a la categoría de norma básica parar en la mismísima puerta del lugar de destino, no sea que el agua contaminada procedente de los cielos atiborrados de gases tóxicos empaste calvas o quiebre permanentes. No aguanto buscar aparcamiento, esas vueltas y vueltas hasta encontrar el hueco adecuado y que, por lo general, resuelvo apoderándome del primer espacio localizado, con independencia de su idoneidad y de un previsible trayecto supletorio a pie.
Desprecio, en fin, al conductor imbécil que atraviesa el carril de su derecha con brusquedad para salir de la rotonda, desdeñando al vecino que lo ocupa y aplasta, infartado, el freno. O al conductor gilipollas que, con las luces encendidas durante la oscuridad nocturna, ignora las distancias de seguridad entre vehículos, deslumbrando al usuario de delante a través del reflejo en el retrovisor (oye, tú… sí, tú, gilipollas, si con tus faros alumbras la luneta del coche delantero estás deslumbrando a su conductor, so memo). O a los camioneros capullos que pegan un claxonazo o lanzan ráfagas de luz para que el conductor de delante acelere, al ser más seguro, para ellos, claro, que adelantar. O, a propósito del rafagazo lumínico, al tonto que, aunque el conductor que lo precede vaya solo en el carril, avisa con código morse de candil de su propósito de adelantar; o peor, quemando asfalto en autovía por encima del límite de velocidad, anuncia su dominio exclusivo sobre el carril de la izquierda desde que vislumbra un coche en el de la derecha a un kilómetro de distancia.
Y, sin embargo, disfruto de una suerte de paz en la conducción breve, minutos, apenas una hora, a lo largo del directo y certero recorrido de una autovía. En la concentración al volante escuchando de fondo un programa en audio de interés, nada de zumba poligonera o caribeña, ni de contertulios politizados especializados en todas y cada una de las variopintas materias del conocimiento. Un periodo de concentración aislada de los fastidios y conflictos de la jornada o de la semana; clausurada del mundo que, fuera del habitáculo del coche, se desplaza y se aleja, para quedar atrás, desprendido de la espalda, de la baca, descongestionando mente y corazón. En esos instantes, lo confieso, me gusta conducir.