Nunca he sido aficionado a los bares. Mi condición misantrópica rehúsa cualquier espacio donde puedan concurrir más de dos personas desconocidas al tiempo, incluido yo. Pero somos una especie socializadora, que necesita vivir en comunidad, confraternizar con otros y sentir su contacto o cercanía, intercambiar opiniones, charlar, dialogar, y demás aburridas tendencias. Aparte, tampoco le he visto nunca interés a un bar, con todos mis respetos al gremio. Quizá no por el servicio ofrecido, sino, precisamente, por el servicio que ofrecen. Quiero decir, o teclear, que no me gusta que me sirvan las cosas, prefiero hacerlo por mí mismo, al igual que prefiero saber lo que como, conocer los ingredientes, ver el plato diseccionado, desfragmentado; si bien ello me implique la obligación de cocinarlo.
No obstante, reconozco que, para multitud de sociedades —la española, sobre todo—, el bar forma parte de su vida, o de su manera de vivir. El bar es un punto de encuentro y reunión, de fraternización y trato, de camaradería y amistad. Un lugar familiar y en el que relacionarse con nuevas personas, intimar, alternar, citarse; o convocar a clientes, codearse con los jefes, compenetrarse mejor con los compañeros de trabajo. Un lugar donde frecuentar esa sociabilidad o naturaleza socializadora inherente a nuestra condición genética. O, simplemente, un lugar donde no sentirse solo. El bar no es, entonces —aunque para algunos, en verdad, lo sea—, un establecimiento de servicio, donde evitas el tedio de comprar los alimentos y las bebidas, prepararlos, guisarlos y limpiarlo todo al terminar. O donde pagas para evitarlo, claro. Sino una institución con fines sociales. Circunstancia que no impide, por supuesto, que, para determinado sector poblacional, el bar sea también, o sólo sea, un centro donde beber, moderadamente o hasta olvidar, sin que nadie lo mire con aversión o desdén, ni le reproche su insana conducta. Al cabo, sin perjudicar al resto, cada uno puede hacer con su cuerpo lo que le plazca.
La cuestión es que esta tarde estoy en un bar. Acompaño a mi amigo Tito, a quien no he visto durante los meses de confinamiento, en los cuales he mantenido el contacto por vía telefónica, correo electrónico y aplicación Whatsapp. Siempre a iniciativa mía, faltaría más, preocupado por su estado doblegado de soledad y amargura, carente de ambiciones y esperanzas, taciturno de iniciativas y objetivos. Lo he encontrado más destruido por la pesadumbre y el abandono, más cansado de las incertidumbres, más resignado a un fondo oscuro y frío del que le es imposible lograr salir, y al cual, a poco de vislumbrar, siquiera columbrar, la luz, es de nuevo arrastrado por una fuerza ajena y superior, que le prohíbe la libertad y la alegría. Lo he descubierto como agotado de la vida que, por capricho del Destino, broma de la Fortuna o castigo del dios que fuere, le ha tocado. Al saludarlo, ahora que no resulta permisible el roce, le he observado los ojos más tristes, el pelo más descuidado y la barba más alérgica a la cuchilla de lo que en él es habitual. Su rostro, pálido y reseco, se me manifiesta en su plenitud cuando se desprende de la mascarilla para echar un trago de cerveza, y las incipientes canas que lo salpican le otorgan un aspecto gris, ceniciento, de lamentable impresión.
Lo acompaño esta tarde, pues, como suelo hacer: paliar en lo posible su soledad. Prestarle un apoyo, de ser preciso; un brazo amigo que le facilite el camino. No resulta imprescindible hablar. Con Tito, como con cualquier amigo apreciado, a veces, basta con estar ahí, y que él sienta que estás ahí. Aunque sea una presencia silenciosa, porque, en ocasiones, sobran las palabras y somos lo que hacemos. El bar es un lugar como otro cualquiera para alcanzar la intención. O quizá sea el más adecuado, cuando, amén de beber algo y superar los límites del hogar, se estima la presencia de otras personas. Percibir el murmullo a tu alrededor, el entorno cargado de humanidad, su calor y existencia. Las miradas furtivas, las medias sonrisas, las pieles satinadas, los movimientos colectivos. La realidad de que la soledad es una figuración, un estatus autoinfligido, que elegimos, consecuencia de un libre albedrío monótono y aterrador. Como de costumbre, hay excepciones. Personas que parecen desprender una inodora fragancia repelente o mostrar una invisible estampa incómoda o desagradable de tamañas magnitudes que la proximidad o aproximación voluntaria o interesada de otro miembro de la especie se torna en un inaudito fenómeno degenerante.
En lo respectivo a mi amigo Tito, después de tantos años, continúo sin abrigar la capacidad de concretar cuál de los dos grupos encajaría en su singularidad, apostando por un justo medio indefinido. Una soledad bienandante que aún aguarda la compañía perfecta, recíproca, sin que ninguna consiga cruzarse. En el ínterin, permanezco a su lado, silente, bebiendo despacio, al compás de mi amigo, sentados ambos ante la barra del bar donde acordamos el encuentro.