Las innovaciones tecnológicas se anuncian entre vítores y loor de multitudes, y una cuidada puesta en escena con trasfondo sobrio sobre el que destaca la innovación en cuestión. La luz y el colorido hipnotizan al espectador, quien no deja de ser un potencial cliente, mientras se le relata pormenorizadamente cada una de las maravillas prácticas que aportará a su día a día, haciéndole la vida mucho más fácil y cómoda, agilizando sus actividades y proporcionándole más tiempo para dedicárselo a otras actividades, las cuales, sin apenas apreciarlo conscientemente, saturarán su agenda, y ese día a día que se pretendía moldear con barro perfumado y relajante se convierte en una tremebunda anarquía de quehaceres, que se desearan solventar con mayor rapidez, permitiendo incorporar nuevos. Aunque aquel espectador, quien no deja de ser un potencial cliente, no es capaz de percibir lo que se le viene encima, anonadado con tamaña maravilla tecnológica. Aquel espectador flipa en la amplia gama de colores del divino muestrario del sumo creador tecnológico.
Bienvenidas sean las tecnologías que hacen ver al ciego, oír al sordo, caminar al paralítico, devolver la movilidad al enfermo de Parkinson. Sin embargo, aquel espectador también aplaude la máquina que absorbe con melodía cibernética el dinero, depositándolo en su cuenta corriente o destinándolo al pago del recibo de la luz o del IBI; el programa que le brinda la gestión bancaria de sus fondos; el surtidor que, con voz de grabación congestionada, le informa de la gasolina escogida y le da la gracias cuando la ha vertido; la articulación mecánica que manipula desde una silla hasta un camión, partiendo del corte de las piezas y concluyendo con su ensamblaje y acabado; el sistema o red que, cotilla por naturaleza, lo mantiene al tanto de la vida y obra de ese cómplice exhibicionista e inconsecuente, ligar a distancia o relacionarse informáticamente con cualquier cooperador ubicado en cualquier rincón del mundo; el chip que, implantando bajo la piel, le permite llamar por teléfono, fichar en el trabajo, controlar su salud o abrir la puerta de su casa; el robot que, antropomorfo (sea en forma, en apariencia o en forma y apariencia), habla, ríe, brinca, le canta una ópera, le guía por un museo, le sirve el café, le saca a pasear al perro, le hace la cama, le limpia la casa o le transcribe una carta al dictado; aplaude, en fin, toda tienda virtual que le oferta productos a adquirir con un simple clic, un gesto banal de presión dactilar.
Pero el espectador se olvida de Aristóteles, obvia que, como hombre, como ser humano, es un zoon politikon, un animal social y político. Y es esta cualidad política la que lo diferencia del resto de animales. El ser humano vive en sociedad, en comunidad; necesita erigir comunidades, ciudades, fomentar y salvaguardar el continuo y permanente contacto con otros seres de su especie. Y muchas de esas innovaciones desvirtúan dicha condición en cuanto que eliminan de la ecuación el contacto directo, físico, entre humanos. Otras entran en conflicto y competencia laboral con el humano, superándolo, evidentemente, y despidiéndolo de su puesto profesional.
¿Estaremos ante una redefinición del concepto aristotélico? ¿Acaso ante una mera readaptación en las entrañas del concepto, producto de la evolución humana? Quienes se congratulan por el advenimiento de un futuro cercano, en el que cualquier tarea se ejecutará desde el sofá de casa a través de un dispositivo informático, por supuesto que opinan de ese modo, hasta alinear una sociedad utópica como la imaginada en la novela Los sustitutos, de Robert Venditti, adaptada al cine por Jonathan Mostow en 2009, donde los humanos viven recluidos en sus hogares, alternando por medio de robots o avatares, copias mecánicas de sí mismos; o como en Demolition Man (Marco Brambilla, 1993), donde los humanos practican sexo sirviéndose de unos cascos de estimulación cerebral… Codiciar y alabar la invención de máquinas capaces de razonar y de sentir, autosuficientes, y dejar supeditados a su veredicto los pensamientos, deseos y sentimientos humanos.
Les cautivan, además, las máquinas que suplen los cometidos laborales humanos… Entonces, en aquel futuro, ¿todos los humanos quedarán obligados a consagrarse a la ingeniería y programación? ¿Médicos-programadores, fontaneros-programadores, bomberos-programadores?, ¿médicos, fontaneros, bomberos que programen robots para desarrollar la profesión? Los conocimientos de Humanidades (resultado de aquello que hemos sido) serán proscritos —ya lo son—, las relaciones humanas serán virtuales, no reales —ya lo van siendo—, los sentimientos, las emociones, las sensaciones serán artificios, frías inducciones neuronales… Ah, no caminamos hacia una nueva humanidad, sino hacia la deshumanización; voluntariamente, renunciando a lo que de humano tenemos.
Pronto, no requeriremos de contraseñas para proteger privacidad o tesoros. Pronto, se estilará la seguridad de la huella digital o el reconocimiento ocular. Bueno, pronto, se podrá prescindir del versado hacker que piratee nuestros sistemas, bastará con que cualquier desalmado sin escrúpulos nos corte un dedo o nos saque un ojo.