En más de una ocasión, obcecado por la carpetovetónica pasión crítica, he catalogado a la humanidad como el peor cáncer del planeta. Sobrecoge la egoísta tendencia humana a imponerse frente a todo en un macabro ejercicio de colonización o dominación que satisfaga su insensible narcisismo, su jaquecosa arrogancia y su condenable complejo de superioridad. También reconozco haber arremetido fundadamente contra el turismo, esa plaga infame, quizá catalizador, cooperador necesario, de aquella naturaleza cancerígena que asola el planeta.
La imagen de la masificada cima del Everest, genuino techo de la Tierra, que hace unos meses recorrió los medios de comunicación de todo el mundo, con un cariz más anecdótico que fustigador, pasó así, sin pena ni gloria, por nuestras retinas, reducido, como en tantas ocasiones, a un tertuliano comentario a la hora del café, cuando debería haber servido de aviso, de invitación, al menos, a la reflexión. Una vez más quedó en nada. En esa fracción temporal que rellena los huecos vacíos de nuestras inanes conciencias… O en una declaración de intenciones estatal… Bah.
La inagotable necesidad de estímulos está degenerando, puede que con nuestro silencio cómplice, hacia una adicción todavía no diagnosticada ni debatida en los simposios psiquiátricos internacionales; pero se hace patente con las continuas denuncias de residentes de las más importantes ciudades del mundo, y de las que no lo son tanto. Durante los últimos tiempos, vine a decir en otros momentos, ha sido una constante la creciente preocupación, álgida de descontento, con impronta de radicales manifestaciones de odio, hacia el turismo; en concreto, hacia las masas de turistas que, cual sórdida marabunta, acometen las bellas ciudades y demás zonas de especial interés. Triste consecuencia, con más presencia ilógica que lógica, del desarrollo y el progreso. La facilidad en las comunicaciones, los avanzados medios de transporte, la mayor valoración del tiempo de ocio, la mejoría económica (más o menos) o el afán por ser protagonistas de los eventos, por estar presentes en el escenario (pues ya no se aprecia la conformidad con la indolencia fotográfica o televisiva) estarían entre los factores que explicarían la evidencia del fenómeno turístico. Lejos quedaron aquellos tiempos en los que nos recreábamos a través de reportajes, documentales, libros; a través de instrumentos de información y conocimiento. Ya no es suficiente, tecleaba. Ahora nos desplazamos al lugar, en plan invasivo, armados con nuestras gorras, camisetas de algodón, pantalones cortos, canillas al aire y pinreles a la vista por el uso frívolo e indecoroso de las chanclas veraniegas; disparando el flash de los móviles a discreción, como si fuésemos expertos fotógrafos o seres carentes del cerebro mínimo para retener la experiencia. Si es que a esa viciosa invasión se le puede considerar experiencia.
Esta grosera y agobiante masificación, insistí, igualmente, repercute, sin duda, en los ciudadanos oriundos del lugar, quienes ven perjudicadas sus rutinas diarias, no sólo por las molestias de una multitud circulando permanentemente por sus calles, sino por los aprovechados incrementos de precios, que no promocionan la distinción entre paisanos y foráneos, ni entre trabajadores y visitantes. Hasta el punto que destacables ciudades estudian seriamente formas de afrontar la cuestión, llegando, incluso, a fijar límites en el número de entradas.
Aunque olvidemos para estas líneas al resto de ciudadanos, quienes, por efecto de inquietante ósmosis, pueden ser cancerados en cualquier instante, y preguntémonos qué desquiciante ambición nos conduce a registrar la coronación del Everest entre las prioridades de nuestra vida… Es la codicia, el desenfrenado afán de conquistar lo inconquistable, de someter lo que nació para ser libre, de desafiar permanentemente las leyes de la Naturaleza con el superfluo objetivo de colmar una insaciable exigencia de tiranía y subyugación.
Espeluzna la ingratitud del desdén hacia algunas de las consecuencias: la erosión del patrimonio, por ejemplo. Monumentos, obras pictóricas, paisajes, paraísos idílicos sufren las consecuencias del paso humano individual, y mucho más en masa. Asimismo, las basuras que por descuido, insensibilidad o indiferencia genera el turista o acumula en suelos y entornos dañan el panorama y contaminan, claro está, el medio ambiente. Espanta un estudio de la Universidad de Sidney, publicado en la revista Nature Climate Change, el cual asegura que los turistas occidentales originan cuatro veces más dióxido de carbono de lo que se creía. Combustibles de aviones y vehículos (cuyo uso no se reduce al transporte de viajeros, alcanza el de los alimentos y productos de servicios); consumos de agua, gas y electricidad; desechos orgánicos e inorgánicos; emisiones tan opulentas como la de los aires acondicionados… Concluye, en definitiva, el estudio que el turismo es responsable del ocho por ciento de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, que aumentaron de casi cuatro a cuatro gigatoneladas y media entre los años 2009 y 2013, con la previsión de que podrían alcanzarse las seis gigatoneladas y media en 2025… Reconozco que, hasta la fecha, ignoraba que la gigatonelada existía como unidad de medida.