Sorprende nefastamente cómo la verdad prorrumpe con su contundente naturalidad, cual puñetazo dionisíaco en mitad de la jeta, pasados los años, sin considerar la supremacía del tiempo sobre la distancia. Sobrecoge sobremanera cómo la falsedad contamina con su lóbrega viscosidad, cual cochino chapapote desperdigado por la mar oceánica, todo lo que es puro, limpio, luminoso, cándido, inocente y, sí, un palmo confiado e incauto.
La cuestión es que, durante el transcurso de una conversación con Manolo Guerrero, amigo y compañero de correrías por esta zona sur de Córdoba, vía aplicación Whatsapp (adaptarse a la era en la cual se vive no supone aplaudir su vulgaridad), cuyo origen no viene a cuento, aunque daría para una novela por entregas, al estilo de folletín decimonónico; en ese transcurso, tecleaba, el tío vino a soltarme una cita bíblica, y no una frasecita de las de chapó en una cena informal (o formal), ojo, sino una pantagruélica parrafada, la cual conjeturé extraída del «Libro del Eclesiastés», añadiendo que era mi Libro del Antiguo Testamento favorito, al recoger aquello de «Yo he visto todo cuanto se hace debajo del sol […] y es infinito el número de los necios», que tiendo a parafrasear: el número de imbéciles que pululan por este mundo es incontable. Replicó Guerrero que le sonaba más a «Sabiduría» (ya sabe, el «Libro de la Sabiduría de Salomón»), y contrarrepliqué con que, pese a confiar en mi memoria, sus conocimientos bíblicos, tratándose mi interlocutor de un aficionado lector de los Testamentos, superaban con creces a los míos… En este punto, usted presumirá sentirse partícipe en una transcendental conversación, erudita, ilustrada, dado el nivel cultural e intelectual de los protagonistas… Lo cierto es que, aquella tarde, estábamos tremendamente aburridos… Fuera como fuese, el rapsoda se ofreció para solventar la duda, y al poco me remitió el enlace de un artículo publicado en la revista El Trujamán en octubre de 2013 y escrito por Juan Gabriel López Guix, traductor y profesor de Traducción de la Universidad Autónoma de Barcelona, con el mecánico título «El número de los necios es infinito», en el cual identificaba el final del versículo quince del primer capítulo del «Eclesiastés» como una «persistencia en la traducción». Al parecer, san Jerónimo incorporó erróneamente la frase en la Vulgata (traducción de la Biblia hebrea y griega al latín), procedente, especulaba, de una de las cartas de Cicerón («Stultorum sunt plena omnia», «Todo está lleno de necios» —Ad familiares, 9.22.4—). Un error que se conservó en las traducciones al castellano del padre Scío (Felipe Scío de San Miguel), en 1793, y de Félix Torres i Amat, en 1823. «… esa flaqueza —continuaba López Guix—, la traducción ciceroniana de Eclesiastés 1:15, se mantuvo en la Vulgata y luego en las versiones de Scío y Torres Amat-Petisco durante más de quince siglos, hasta que fue “expurgada” del castellano en las biblias publicadas a partir de 1947 y del latín en la Nova Vulgata de 1979 [revisión de la Vulgata acordada en el Concilio Vaticano II]».
Mi única lectura bíblica íntegra proviene del ejemplar familiar: un bello volumen de casi mil quinientas páginas y 285 por 225 por 90 milímetros, encuadernado en piel negra con ornamentos y bordes de páginas dorados y una cruz igualmente dorada sobre fondo escarlata en la tapa; grabado en el lomo: «Sagrada Biblia-Nueva Edición Guadalupana»; una edición de 1950, reimpresa en 1965. De inmediato, lo consulté, y ahí estaba la dichosa oración: «… y es infinito el número de los necios» («Eclesiastés» 1:15). Ello, porque la edición, y se anunciaba con magnificencia en una de las páginas iniciales, tomó por referencia la traducción del obispo Félix Torres i Amat. Una edición de 1950, cuando ya desde 1947 empezaban a divulgarse las revisiones en castellano; reimpresa en 1965, cuando el Concilio Vaticano II decidió emprender la redacción de la Nova Vulgata.
La situación me resultó desconcertante. Atesoraba la convicción de que la obra fue adquirida para constituir el hogar familiar. Si mis padres contrajeron matrimonio en diciembre de 1978, ¿cómo era posible que una versión anticuada, contenida de reconocidos errores, llegara a sus manos? Indagando, descubrí que el ejemplar había sido comprado a un vendedor a domicilio por mi madre en enero de 1977, con el fin de incluirlo en su ajuar; no recordaba el precio, pero sí que lo pagó a plazos.
Y así se dispuso la estafa. Imagine. Una joven devota, honrada, todavía ingenua, ilusionada con la planificación de su boda, desconocedora de los avatares de un concilio cerrado cuando ella tenía diez años; un vendedor de verbo fácil, sonrisa inmaculada y remordimientos despachados; una edición bíblica corregida, oficial, definitiva, publicada en fascículos entre 1969 y 1977, a medida que avanzaban los trabajos de saneamiento, cuya versión completa estaría al aparecer (acontecería en 1979); y un piélago de lujosos volúmenes bíblicos caducos acumulados en el almacén de la editorial o librería de turno, de elevado costo y garantizas pérdidas… La villanía en lo sagrado.