Porque nunca fue el objetivo del Reino de España en el continente americano, tampoco lo fue de los Dragones de Cuera el de exterminar y concentrar en campos… perdón… en reservas a los nativos, a pesar de su naturaleza salvaje y guerrera y al contrario que otros que usted, avispado lector, y yo sabemos, sino el de defensa de las zonas provinciales y, fundamentalmente, de los presidios, de ahí que también se los conociera como Soldados o Tropas Presidiales.
Ya quedó anotado en una entrega anterior que La Luisiana dependía o estaba integrada en el Virreinato de Nueva España y sujeta a la Capitanía General de Cuba. No obstante, para complementar la función de contención o colchón protector de La Luisiana, sobre el resto del territorio del oeste hasta la costa del Pacífico y limitado al sur por México y Nueva Galicia, se fundó la Comandancia General de las Provincias Internas, con la misión de promover y coordinar la compleja defensa de todo el espacio. Su instauración había sido planteada durante el reinado de Fernando VI e impulsada en la década de los sesenta por el en aquel tiempo visitador general José de Gálvez, junto con el propio virrey Carlos Francisco de Croix, para culminar con la Real Cédula de 22 de agosto de 1776.
Unos años antes, los Dragones de Cuera habían sido normativizados. Por virtud de Real Cédula de 10 de septiembre de 1772, se resolvió el Reglamento e Instrucción para los Presidios que se han de formar en la Línea de Frontera de la Nueva España, a través del cual se reorganizaron presidios, se unificaron dotaciones y se regimentó vestuario, sueldo y armamento de la tropa. Y así, aunque iría ajustándose o adaptándose en posteriores órdenes y disposiciones, en la I del Título Tercero del Reglamento quedaba estipulado el uniforme: «El vestuario de los Soldados de Presidio ha de ser uniforme en todos, y constará de una chupa corta de tripe, o paño azul, con una pequeña vuelta y collarín encarnado, calzón de tripe azul, capa de paño del mismo color, cartuchera, cuera y bandolera de gamuza, en la forma que actualmente las usan, y en la bandolera bordado el nombre del presidio, para que se distingan unos de otros, corbatín negro, sombrero, zapatos y botines».
La cuera era, claro está, el signo distintivo del cuerpo. Consistía en una suerte de abrigo largo sin mangas, que se fue recortando a la altura de las caderas en épocas más tardías, confeccionado con hasta siete capas de piel o cuero y resistente a las flechas de los indígenas, que sustituyó a las corazas metálicas de siglos pretéritos. La permuta de la materia prima entre el metal y la piel no significó una alteración en su ligereza, puesto que una cuera podía llegar a pesar diez kilogramos, si bien la protección en combate estaba garantizada. En lo referente al armamento, el Reglamento enumeraba: espada ancha, lanza, escopeta, pistolas y adarga de piel al estilo árabe (dos círculos entrelazados) o rodela circular igualmente de piel; tanto en una como en otra debían plasmarse, al centro, los cuarteles de Castilla. La peculiaridad del terno compuesto por espada, lanza y escudo, de tan antediluviana apariencia para aquel último tercio del XVIII, encontraba su lógica en la estructura de combate, la cual se caracterizaba por intervenciones de unidades reducidas, apenas una quincena de hombres por compañía, de escasa eficiencia defensiva con armas de fuego frente a las cargas indias, extremo que obligaba a acudir a la lucha cuerpo a cuerpo, en la que las otras armas resultaban más adecuadas. Asignaba el Reglamento, por lo demás, a cada Dragón, en consideración al extenso territorio de actuación, seis caballos, un potro y una mula; introduciendo en el continente la típica silla de montar en la que los estadounidenses no dejan de proyectarse. Mientras, para las banderas, se podía optar entre los cuarteles de Castilla y la del Reino, esto es, la Cruz de Borgoña.
El alistamiento era voluntario, por un plazo de diez años, y aunque la mitad del cuerpo, al menos, estaba conformado por españoles, siempre se completó con mulatos, mestizos y coyotes, con un pequeño porcentaje de soldados indios, ávidos tiradores de flechas (veinticinco por cada disparo de arma de fuego, se llegó a estimar), quienes compensaron con su precisión la habilidad de los españoles a caballo. Los altos mandos, desde luego, sí fueron exclusivamente europeos, de cualesquiera de los rincones del Reino por allí distribuidos.
Cuando el siglo XVIII acariciaba sus postrimerías, las armas de fuego evolucionaron, la zona vislumbraba su pacificación, la cuera cayó en desuso y las tropas de Dragones comenzaron a diluirse bajo la sombra de unidades más ligeras que conservaron, sin embargo, lanza y adarga. Se crearon, entonces, las Compañías Volantes, las Compañías de Infantería de Voluntarios Catalanes, los Húsares de Texas o los Cazadores de Nueva Vizcaya.
Ilustre entre los ilustres Dragones de Cuera fue Bernardo de Gálvez, quien protagonizará parte de este relato suministrado por entregas… Pero que los acontecimientos no osen precipitarse, aún se perpetúa el gobierno de Luis de Unzaga y Amézaga, le Conciliateur, que habrá de ser retomado en el próximo número.