La respuesta sería inesperada y contundente. En pleno invierno de 1781, el 2 de enero, bajo el cortante frío norteamericano, una expedición formada por un centenar de hombres y comandada por el capitán Eugenio Pourré (o Purré; en realidad, Eugène Pouré, de origen francés), a la que se le unió un grupo de medio centenar de indios (milwaukee, en su mayoría), tomó un puñado de canoas y remontó el río Illinois. El objetivo era el fuerte Saint Joseph (actual Niles), en las inmediaciones del lago Michigan, a unos ochocientos kilómetros, centro neurálgico del abastecimiento británico, propio y de sus aliados indígenas.
Conforme avanzaban los días y la latitud, la dureza del invierno se fue imponiendo, a lo que se le sumó el esfuerzo del remo a contracorriente. Todavía restaban más de trescientos kilómetros, cuando el contingente se topó con el macizo congelado del río, por lo que se vio obligado a orillar las embarcaciones, cargar los pertrechos y continuar la marcha a pie, por entre los bosques helados, por entre la nieve asentada, por entre el viento petrificante, por entre las hostiles tierras indias. Dejando a lo largo del camino, al carecer de órdenes de ocupación de territorios, depósitos de víveres y aparejos, útiles para la vuelta.
Se asentaron parapetados de la vigilancia de los fortificados y aprovecharon las disensiones que algunas de las tribus indígenas mantenían con los británicos, cansadas de sus pretensiones. Circunstancia que permitió a los españoles negociar con doscientos indios potawatomis, amén de otras tribus, a fin de que se pasaran de bando, a cambio de una parte del botín.
La madrugada del 12 de febrero, la compañía de Pourré asaltó el fuerte, sorprendiendo a los guarnecidos, quienes ni siquiera habían podido sospechar un ataque español durante el trascurso de una gélida noche de invierno. La victoria fue, entonces, rápida y eficaz, sin apenas resistencia. En principio, la tropa española debía hacer prisioneros a los oficiales británicos y destruir el fuerte. Sin embargo, halló allí, además de algún que otro traficante de pieles, acogido por la hospitalidad británica, un cuantioso almacén de suministros, el cual, ante la imposibilidad de llevárselo de regreso, repartió lo posible entre los indígenas aliados, un tanto en pago de lo convenido, otro tanto en interés de forjar la amistad. El sobrante fue quemado, junto con el fuerte, convirtiéndose todo en cenizas mientras la expedición española retornaba a San Luis, donde llegó, triunfante, el 6 de marzo. Cuando la fuerza británica más próxima, informada de la ofensiva, se presentó en lo que un día fue el fuerte Saint Joseph, solicitó el auxilio de las tribus indígenas del lugar para perseguir a la unidad española; pero, agradecidos por el gesto de los vencedores, los indios les negaron la ayuda.
Y entretanto en las márgenes de los ríos se sucedían los acontecimientos narrados con tan cuestionable prosa por este suscribiente en apenas un par de entregas, el gobernador Bernardo de Gálvez continuaba gestionando el socorro al ejército de las Trece Colonias al tiempo que fastidiaba al británico mediante intervenciones directas en el sur, en aras de recuperar territorios perdidos. Así, en enero de 1780 se preparó para tomar Mobila y su bahía, enclaves para recobrar Florida. Para ello era necesario derrotar a los defensores del fuerte Charlotte. De manera que enroló a unos mil trescientos hombres, procedentes de regimientos regulares y milicia, a los que embarcó en doce naves menores, y arribó en la costa de la bahía el 12 de febrero. Tras los refuerzos de Nueva Orleans y La Habana, se inició el asedio al fuerte que, dotado con cuarenta y nueve cañones, resistió varios días, hasta que los españoles lograron culminar los trabajos de instalación de sus baterías artilleras y emprendieron el cañoneo contra el recinto amurallado y sus sitiados. La unidad española consiguió la rendición e izada de bandera en el fuerte justo unas horas antes de que una columna de socorro británica, de cuya aproximación tuvieron noticia los españoles, acudiera al sitio. El teatro de operaciones quedó listo para dirigirse hacia Panzacola en aquel año de 1780.
Que Florida volviera a incluirse en los mapas del Reino era una obsesión, fundamentalmente, para el Gobernador de La Luisiana, dados los estrechos lazos continentales del conjunto de la familia Gálvez. Bernardo de Gálvez pronto reunió un importante contingente de soldados dispuesto para el combate, aunque, dependiente de la Capitanía General de Cuba, ésta no le prestó su apoyo, razón por la que suspendió la empresa y viajó a La Habana en agosto con el propósito de apartar las trabas, hecho que acaecería a mediados de octubre. Pero la mala fortuna pareció escoltar a la misión…
El 18 de octubre, un huracán desorganizó la escuadra española, hundiendo varios barcos. En noviembre, de nuevo en La Habana, Gálvez trató de reactivar la iniciativa bélica, recurriendo incluso a la añagaza del menester defensivo de su provincia. No obstante, no fue hasta el nombramiento de su amigo Juan Francisco de Saavedra como Comisionado de la Corona en el Caribe, dotado de plenos poderes para coordinar y dirigir desde La Habana el bloque de operaciones militares en la zona dentro del contexto de la guerra contra los británicos, cuando a Gálvez se le facilitaron los medios para lanzarse rumbo a Panzacola. Era el día 28 de febrero de 1781 y, al norte, la triunfal expedición de Eugenio Pourré todavía se encontraba de regreso a San Luis.