La puñetera movilidad exterior, colgante desde hace un par de artículos. Aquella infame expresión con la que, hace unos años, la, por entonces, ministra de trabajo salió del paso, con la lucidez de una bombilla desfilamentada, de las críticas ante la marabunta de jóvenes que emigraban, huyendo de la precariedad, los abusos y la falta de oportunidades de un modelo o un mercado laboral incapaz de absorber tanta masa de talento bien formado (¡y con dinero público, oiga!) que recorría, miserable y andrajoso, mendicante, sus frías y nefastas calles, fue una realidad que quedó confusa, como diluida entre los vapores del tiempo. Sin embargo, se mantiene latente, porque los que se fueron continúan allí, y la pérdida del goteo resulta incesante, como el grifo escacharrado de una vivienda abandonada o de unos habitantes cultivados en el abandono.
El caso es que, consustancial a esa maldita movilidad exterior, que poco bueno significa al país (sea cual sea el nombre que queramos darle a éste donde vivimos), existe otra, la cual, por pudor o repugnancia, se prodiga con escasa frecuencia en los medios de comunicación, por no teclear con ninguna. Se trata de una movilidad restringida o condicionada por los límites patrios. Una movilidad nacional, interurbana o citerior, de la que este mismo suscribiente participa, obligado por la necesidad, en todas las formas reconocidas por el Derecho Penal, sea como autor, sea como cómplice, sea, incluso, puestos a acumular años de privación de libertad, como cooperador necesario, pues las exigencias del estómago no atienden a la dogmática cristiana, que, redactada en redondilla con letra divina, rebaja la humana a una redacción deleble.
Aquella época, quizá ya prehistórica, en la cual una persona vivía y moría, en toda su plenitud, en un único municipio, quedó para los libros de Historia, o de análisis sociológico. Hogaño, la vida residencial y familiar se desarrolla en una localidad diferente y distanciada de la profesional. Concentrada, a grandes rasgos, en la capital de provincia, las ciudades aledañas, huérfanas de riqueza en la variedad de la oferta laboral, se nutren económicamente de un sector exclusivo, dentro del amplio abanico del mercado, especializándose de tal modo que, las restantes profesiones de digna rentabilidad, se vuelven dependientes, como satélites orbitales en torno a su planeta. El problema de tamaña exclusividad y de su consecuente dependencia es que la caída o ruina de ese sector arrastraría consigo a sus satélites, tocando y hundiendo a todo el municipio. Por no hablar sobre lo sufrido durante los cracs o las crisis financieras y económicas, como la iniciada en el año ocho del presente siglo (¿inconclusa?) o la pandémica al umbral, que trituran sin misericordia todo lo que encuentran a su paso. De cualquier modo, estas ciudades, inadaptadas para acoger a un amplísimo bloque ocupacional, merman a la categoría de simples ciudades dormitorio, aptas sólo para acoger el merecido descanso del trabajador y reservadas sólo para intimar el reencuentro familiar. Llegado el amanecer, o desperezándose el sol para crearlo, el trabajador, desterrado del núcleo del sector empresarial local, y de cualquiera de sus satélites, renuncia al calor del dormitorio y la familia para tirar kilómetros y desplazarse hacia el lugar de trabajo.
¡Y debiera ser, lector madrugador, testigo de la agobiante afluencia automovilística que recorre la autovía en dirección capital provincial! Enjambre buscando su colmena en soldadesca y ordenada tromba, marcial compás a golpe de motor. Curioso contraste con el sentido opuesto, también plagado, aunque plegado a la distribución comercial y de mercancías, con margen, sí, para ese provinciano grupúsculo capitalino, admitido, con fraternal abrazo, en el refugio del cuerpo profesional especializado de alguna de las localidades ribereñas. Lástima de ciudad, condicionada a ser dormitorio de muchos olvidados por sus conciudadanos, cual vulgar motel de carretera, pensión sufragada con los restos de raigambre y afectos. Ciudad dormida y extraña, al tiempo que aguarda y guarda nuestro sueño, que coge y acoge a nuestra familia y amigos. Tal vez compense, desde un estricto punto de vista económico, conocidos los elevados precios capitolinos de las viviendas, eficaces repelentes del empadronamiento y cuidadosos sirvientes petrolíferos.
Luego están, claro, aquellas localidades que tienen la desdicha de no contar siquiera con un sector empresarial especializado y que se vacían, acomplejadas por su propia decadencia, hasta morir, desprovistas de la regeneradora esencia del fluido de la juventud, de inevitable senectud. Emociona y espanta más la pérdida de estos afables municipios, donde la cercanía y la confianza rellenan el alma hasta saciar su dosis de humanidad. Pero no sólo se pierde el pueblo, también su historia, de consuno con la historia de sus habitantes, empedrada de memoria, de anécdotas y experiencias, episodios y sucesos, crónicas de una vida, de las cuales ya nadie aprenderá.
La movilidad exterior ensombrece, así, la movilidad interior. O puede que meramente la condense a las fronteras provinciales, para ser con tristeza desdeñada.