50,66% y 49,07%. Dos polos opuestos, dos formas de entender la política, dos bifurcaciones para afrontar el futuro, dos caras antagónicas, incluso cuesta creer que de la misma moneda.
Venezuela vivió el pasado domingo unas elecciones presidenciales en las que se midió el calado real del populismo en sus ciudadanos. Y los resultados han sido cuanto menos sorprendentes, destapando el aliño al que las encuestas preelectorales habían sido sometidas, pues éstas otorgaban una amplia mayoría a Nicolás Maduro y al final todo ha quedado en una diferencia de sólo 235.000 papeletas sobre un total de 15 millones. O eso, o que las encuestas no supieron recoger el voto oculto de una oposición al régimen chavista que prefirió esperar a las urnas para desactivar el modo silencio.
Maduro decidió el lunes aparcar su prudencia en un carril destinado al uso exclusivo de la democracia, pues si Chávez tardó tres días en proclamarse presidente, “su hijo”, como al candidato oficialista le gusta llamarse, no ha esperado al recuento electoral solicitado por Henrique Capriles -y que él mismo aceptó- y el lunes ya proclamaba su victoria en la sede del Consejo Nacional Electoral, haciendo oídos sordos a la denuncia de 3.200 irregularidades, muchas de las cuales cuentan con testimonios gráficos que certifican chanchullos varios en el recuento y en el procesamiento de papeletas e incluso la presión ejercida sobre algunos votantes por parte de simpatizantes chavistas.
Es por ello que Capriles convocó a sus votantes para que el miércoles iniciaran una gran marcha que acabaría, tras recorrer las principales calles de Caracas, en la sede del ya citado Consejo Nacional Electoral, pero tras la escalada de violencia que el país ha padecido durante estos escasos días, que se ha saldado con siete muertos, la cabeza más visible de la oposición al oficialismo decidió desconvocar la manifestación para evitar males mayores. Así, ya con Maduro asentado en la poltrona del poder, la incógnita gira ahora en torno a cómo será capaz el delfín de hacerse con las riendas de un país al borde del colapso económico.
Candidato sin un programa electoral viable, el antiguo ministro de asuntos exteriores ha basado toda su campaña en el insulto al opositor y en las apariciones místico-ornitológicas que ha vivido, sin dar respuesta a cómo será capaz de enfrentarse a un país dividido y azotado por la violencia y las malas cifras económicas. Dependiente siempre de las exportaciones de petróleo, (y dependiente paradójicamente de su “enemigo imperialista” Estados Unidos, su principal cliente) Venezuela se enfrenta hoy a la caída de su producción, que ha pasado de 3,2 millones de barriles diarios en 1999 a ser de 2,5 en 2012, y lejos de promover industrias alternativas que eviten esta dependencia total del crudo por parte de la economía, el gobierno ha optado por aumentar el gasto público, lo que no ha hecho sino agrandar una deuda pública que supera ya el 50% del PIB y que la inflación siga disparándose, alcanzando el 20% y convirtiéndose así en una de las más altas del mundo.
Con la hucha bajo mínimos, se hace por tanto insostenible seguir con la política populista llevada hasta ahora, por lo que las promesas del fallecido comandante deberán de ser guardadas en el cajón. Además, si bien es cierto que en Venezuela con el chavismo se ha reducido considerablemente el índice de analfabetismo y de desigualdad social -y esto es digno de alabar-, el fin no justifica los medios, y a cambio de que papá Estado cubra con la manta, los ciudadanos han tenido que pagar un precio muy alto al tener que renunciar a muchos derechos fundamentales. Y ésta no es una percepción subjetiva asumida por quien no comulga con el comunismo. Según el informe anual de 2012 elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Venezuela, Cuba y Honduras son los países del continente donde se producen las peores violaciones a los derechos humanos. Textualmente, el organismo adscrito a la OEA señala que en estos países existe “fragilidad del poder judicial, uso abusivo del derecho penal, obstáculos para los defensores de los derechos humanos en el ejercicio de su labor y afectación a la libertad de expresión”. Por tanto, no se puede tratar de democrático a un régimen que no lo es.
Si a esta política de lista negra y a la improductividad de su economía se le suma el desabastecimiento y la escasez de muchos servicios básicos, entre los que destaca la electricidad, se entenderá fácilmente que Maduro haya perdido en sólo medio año el apoyo de 600.000 votantes que el pasado octubre sí respaldaron a Chávez en las urnas. Gran parte de los venezolanos, incluidos antiguos chavistas, han dejado claro con su voto que no creen que la política bolivariana figurada en Maduro, sindicalista hecho a sí mismo que ha llegado a la alta esfera del poder sin terminar la educación secundaria, sea la solución a los males que acucian el país y el guía perfecto del destino de 29 millones de personas. Inevitablemente emerge la pregunta de si será capaz el chavismo de sobrevivir sin Chávez.
María de Julián de Silva
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