Luís Alberto de Cuenca
Recordaba palabras que había oído. O que había leído en páginas de muchos libros olvidados ahora sobre los anaqueles. No podía decir, o quería declarar, que no estaba formado por la idea de un solo hombre. Tampoco que pudiera agradecer a todos la imagen que del mundo le habían hecho. Aunque sí toda colaboración le era valiosa. Sobre todo en lo fundamental, hasta crearse un sólido pensamiento acerca de la diversidad de sendas que podía ofrecerle la universalidad de los hombres: el sentido de la observación. Sabía ahora que, de ese gesto supremo y vivo emanaba la parte esencial que concierne al universo de los mortales. Sabía ahora, que “no sabe más de mundo aquel que lo vivió, sino aquel que lo observó”. Y a cada paso se apoyaba en ese ánimo de idear y entender el valor de cada acto. La simbiosis de concebir serenamente la imparcialidad y el sentido honesto de la vida.
Aquellas páginas y palabras que recordaba, le demostraban una y otra vez, y con más firmeza cuanto más las meditaba, que el universo de los hombres, era cada vez más vulnerable y propenso a un miedo necesario en cada uno, para inculcarse en sí mismos la coherencia vital en todos colectivamente, como alivio cómplice de actitud cordial: vive, y deja vivir. En ese sentido, cada vez que observaba el parecer de los actos y las cosas, éstos y éstas se le representaban menos ecuánimes. Más delgadas en generosidad. Le era forzoso apreciar la escasez favorable al significado pleno del hombre. Nosotros éramos todos. Lo todo era un descubierto de lo solo. Y lo solo… todo. Y entonces, ¿qué? Era todo acaso la eterna disertación del disimulo. Lo falso y encubierto hipócritamente de todo valor ausente y equitativo. ¿Esto era el hombre? Una disertación convencional de lo solo, desencadenando el oscuro abismo de lo inhabitable. Quizás el temor infinito al porvenir inexistente. El horror a la perseverante e inarmónica perversidad.
Desde tiempo atrás, cuando descubrió por primera vez los sonidos de cierta música clásica, entendió que el cerebro humano era una forma modelable. Es decir, educable en el sentido más hondo y constructivo para el devenir. No sabía el porqué de aquel efecto, pero notó la vibración de su espíritu en forma de temblor y felicidad. Entonces entendió: el hombre es un barro que se ahorma, según el alimento que su cerebro percibe desde su infancia. Quería decir vasta educación. De ahí aquel pensamiento genuino que nos viene a decir: cada uno trabaja según el país que quiere o necesita. ¿Qué país quieres tú? ¿Qué país es el que tú necesitas…? Pues solo es preciso trabajar para él. No para la raza. Sino para la paz de tu espíritu y la cordialidad colectiva.
Le faltaba reflexionar sobre si el hombre, nosotros, éramos un valor para la Naturaleza o un obstáculo para su desarrollo. Lo solo ya lo era irremisiblemente. No el principio o lo único aniquilable, amenazado y puesto en práctica para su ejecución. El inevitable perjuicio de lo genuino. Lo auténtico, basado en la verdad. ¿Era un valor el hombre, o éste se había inventado el significado de los valores, haciéndose a sí mismo, garante de su propia involución? No encontraba episodios de sincera humanidad. ¿Se desconocía acaso esa elevada cualidad, que hace a los hombres casi eminentes y admirables? El llanto y la queja no le parecían ya hechos relevantes de franca sinceridad que conmoviera. Mejor una patente disertación en grado superlativo de lo solo, ante la irreconciliable amistad de la insolencia. ¡Qué solos ahora! Recordaba aquel casi soliloquio del insigne poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer: ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos! ¿Los muertos…? ¡Qué vivos, los vivos… y qué solos!