Enrique Bellido Muñoz
Que los partidos políticos, en España – no conozco desde dentro el funcionamiento de aquellos en otros países-, se mueven como empresas vendedoras de proyectos –y digo bien, proyectos- a cambio de votos, no creo que haya ningún español que lo dude.
Bueno, es cierto, no soy riguroso. Hay millones de españoles que todavía hoy ni siquiera se lo cuestionan porque la fuerza de la derecha o la izquierda, del nacionalismo o el estatalismo, superan con creces la lógica que debiera imponer en democracia una selección mucho más meditada, menos sectaria, que la que se sigue practicando desde que el franquismo cedió su espacio a nuestro nuevo régimen.
Sin embargo, reconozco que me interesan mucho más aquellas minorías que a la hora de depositar un voto son capaces, al menos, de cuestionarse qué tipo de proyectos apoyan, en quiénes delegan su representación para llevarlos a cabo, qué estructuras políticas van a sustentarlos o incluso qué tipo de alianzas puedan alcanzarse a fin de lograr mayorías suficientes.
Por ello me refería a “ningún español”, haciéndolo a aquellos que no tienen su voto condicionado de antemano por distintas circunstancias, que no entraré a valorar, y mucho menos a cuestionar, pero que sí les impiden, en muchas ocasiones, descubrir ciertos matices en nuestro sistema democrático que en último término son los que determinan la cualidad y, por qué no, la calidad del mismo.
Pero no quiero desviarme del contenido nuclear de este artículo. Me refería a los partidos como empresas y mantengo que no se apartan un ápice de esa denominación. Empresas con una estructura directiva muy influyente en la toma de decisiones, claramente piramidal de arriba hacia abajo y muy excepcionalmente en sentido contrario. Con una amplia red comercial que atiende a los intereses de sus superiores jerárquicos más que a los de los propios ciudadanos que, por otra parte, carecen de capacidad para designarlos al tenerlo que hacer, salvo en el caso del Senado, en listas cerradas. Y con una cuenta de resultados que, como sucede en muchas empresas, con fines comerciales, ven maquilladas sus cifras a fin de ofrecer un resultado siempre exitoso.
Hago esta valoración al hilo de lo que está sucediendo en la empresa política que representa el PSOE – como ya ocurriera, y sigue ocurriendo, en el resto de partidos españoles, de ahí que en este asunto sea mejor tener la boca callada- con la designación de candidatos al Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid. Como empresa que es, y no como partido democrático -eso es algo muy distinto-, quien ahora la preside parece ser que tiene muy claro que en ella quien debe mandar es él y no los pequeños accionistas que en realidad la sustentan, aunque por su atomización carezcan de fuerza, intentando designar digitalmente y no en unas primarias, a los candidatos a alcalde y presidente de la Comunidad, posiblemente, todo hay que decirlo, porque las encuestas no sean muy favorables para quienes en principio se postulaban como tales.
Lo curioso, en este caso, es que, quien así pretende actuar, alcanzó su actual rango orgánico en un congreso abierto y reñido en el que a él si se le dio la opción de defender su candidatura. Ello habla muy a las claras de la catadura ética de este “empresario político” que, además, ha terminado llevando a su empresa a la quiebra, si nos atenemos a los datos de la última encuesta del CIS, dejando a la sociedad de la que recibe el crédito en una difícil situación económica y social. No ha cedido, en principio, Tomás Gómez a las presiones y, por el contrario, hará caso de los consejos de históricos socialistas como Peces Barba y Matilde Fernández, manteniendo un pulso que puede resultar premonitorio.
En cualquier caso, todo ello deviene de una ley de partidos y electoral que en nada beneficia a la democracia interna de estas formaciones, interesadas, por mucho que afirmen lo contrario, en seguir siendo empresas antes que instrumentos políticos al servicio y al criterio de los ciudadanos.
*Enrique Bellido
Ex senador del P.P y miembro del Consejo Asesor del PP-A.
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