Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Las obras de Misericordia 9: enseñar al que no sabe.

El enunciado de esta obra de misericordia reclama una aclaración previa, porque no parece buen comienzo empezar situándose en una posición de sabiondo, y desde ese pedestal, enseñar con paternalismo a los pobres tontos que hay abajo.

Aunque pueda sonar a caricaturesco este planteamiento narcisista no es tan irreal ni poco habitual como parece, pues en contra de lo que se pueda pensar, no son pocos los que van de maestros por la vida, enseñando a diestro y siniestro a los demás la sabiduría que ellos creen tener. Sin ir más lejos, así se ha visto en la Iglesia a los sacerdotes desde hace muchísimo tiempo, y lo peor de todo es que hay muchos sacerdotes que se han visto a sí mismos así. Afortunadamente, hoy día esto parece superado, y todos (incluyendo los curas) somos conscientes de que es mucho lo que podemos enseñar a los demás, pero menos que lo que tenemos que aprender de ellos.

“Enseñar al que no sabe” no supone erigirse en maestros. Ya nos dijo Jesucristo que a nadie llamemos “maestro”, porque uno solo es nuestro Maestro. Si a nadie hemos de llamar maestro, menos aún hemos de sentirnos maestros de nadie. “Enseñar al que no sabe” es otra cosa. Es, más bien, educir, sacar a la luz las buenas potencialidades de los demás, las que ellos ya tienen; que si algo no saben, y nosotros sí, en lo único que se diferencian de nosotros es en que, temporalmente, nosotros hemos visto antes que ellos aquellas cosas que son objeto del saber, y ellos no las saben todavía, pero las pueden llegar a saber después, al igual que nosotros. Se trata por tanto, de una cuestión meramente temporal, accidental. La obra de misericordia consistirá simplemente en poner esos conocimientos ante sus ojos, hacer que salga afuera lo mejor de ellos, que ya estaba ahí.

Enseñar es, por tanto, ayudar a abrir los ojos, no más. Es una escuela para los ojos que sin embargo se lleva a cabo fundamentalmente con la palabra, que es como la llave de los ojos. Enseñar no es instruir, no es transmitir conocimientos como quien transmite una mercancía que se almacena. Enseñar es algo que afecta al corazón pues supone para quien es enseñado la apertura a un mundo nuevo que además no es un mundo de otro, sino el propio mundo, que antes no se había visto.

Junto a la llave de la palabra hay otra llave: la del ejemplo, que es esencial, pues pone de manifiesto que, en quien enseña, la palabra concuerda con la persona. A mi modo de ver, uno de los mayores desengaños o decepciones que alguien puede llevarse en esta vida, es asistir a un supuesto maestro en quien sus obras no concuerdan con lo que predica. El fariseísmo consigue el efecto contrario de lo que pretende, pues quienes están en posición de aprender, con dificultad son capaces de deslindar la palabra del mal ejemplo de quien la predica sin vivirla personalmente, tendiendo a rechazar la doctrina que han oído de él. Y si de lo que hablamos es del amor, de la caridad, en el bochornoso espectáculo de quien predica el amor pero no lo vive, a la decepción se une la mayor de las repugnancias.

Los verdaderos maestros son como Sócrates, que en vez de pontificar, preguntaba a sus discípulos (o mejor dicho, les sugería preguntas para que ellos mismos se las hicieran), y estos aprendían en la medida en que iban descubriendo sus propias respuestas.

Parece que el pontificar tampoco satisfacía demasiado al Señor en la medida en que recomendaba a sus discípulos no llamar a nadie “rabí”, ni “maestro”, ni “padre”. “Rabí” significaba, en lengua hebrea, “mi señor”; por tanto, resulta claramente incompatible, con la igualdad que tenemos entre todos los cristianos, la distinción a algunos de ellos de “señor”, “padre” o “maestro”, ya que solo Dios es nuestro padre, señor y maestro, y nosotros somos hermanos (Mateo 23, 8). El problema de hacerse llamar padre, señor o maestro es el de crear, o al menos admitir implícitamente, una dependencia de otros hacia uno, cuando esa dependencia solo cabe que sea entendida hacia Dios.

Esto último es más grave de lo que a simple vista pueda parecer. A mí siempre me pareció anacrónico que bastantes afiliados del Partido Popular hablaran hace años de Manuel Fraga Iribarne como “nuestro padre fundador”. Para que los rojos no se cachondeen de lo que acabo de decir, en los años treinta del siglo pasado, en la Unión Soviética se mencionaba a Stalin como “nuestro padre Stalin”. En todos los sitios cuecen habas.

Si improcedente es este apelativo en el ámbito político, más improcedente lo es en el religioso o espiritual, donde nuestro único padre, maestro y señor es Dios. En el monacato primitivo se hablaba de “paternidad espiritual”, pero había normas estrictas en las reglas para que ningún monje se considerase ser padre de otros. No digamos si nos referimos a la palabra “maestro”, pues la expresión en griego del evangelio de san Mateo, “kathegetes”, aplicada originalmente a Aristóteles, significaba “maestro de filósofos”, y por tanto era equivalente a “consejero espiritual” o “guía de la conciencia”, lo cual, en el ámbito cristiano es absolutamente inaceptable en alguien que no sea el Espíritu Santo, que es con propiedad el único maestro, el único competente para guiar algo tan profundo como nuestra conciencia. Por eso Cristo dijo que a nadie llamemos maestro porque uno solo es nuestro maestro, el que está en nuestro interior, el único capaz de enseñarnos desde el interior de nuestra conciencia, ayudándonos a “ver” con ojos propios un mundo nuevo. Es decir, a enseñarnos de verdad.

También Cristo es nuestro maestro, porque no nos “manda”, sino que nos “muestra” cual es el camino para ser feliz, indicándonos que Él es "el camino, la verdad y la vida", pero no imponiéndose. Me refiero también a las Bienaventuranzas, ya que la palabra “bienaventurado” es sinónimo de “feliz”. Ahí está la palabra, las bienaventuranzas. En cuanto al ejemplo, su Pasión y Muerte muestran la coherencia del mensaje anterior, de la palabra con la persona.

Enseñar no es acumular saber en la memoria del que aprende. En el ámbito cristiano, enseñar no es meterles el catecismo en los cabezones a los supuestos discípulos, no es enseñarles las verdades de la fe, sino a vivir la fe. El Papa Benedicto XVI nos recordaba en su primera encíclica que, más que una doctrina, el cristianismo es un encuentro con una persona, con Jesucristo. Ciertamente, no viene mal aprender las verdades de la fe, pero no es ese el objetivo, sino “vivir la fe”, puesto que lo primero es un saber abstracto, mientras que vivir la fe hace referencia a la persona. Enseñar la fe no tiene nada que ver con impartir una lección magistral en la que lo que le queda claro al oyente es lo mucho que sabe el que habla y lo poco que saben los que le escuchan.

El verdadero maestro (el Espíritu Santo) actúa al revés: desaparece, de modo que al discípulo le da la impresión de que ese nuevo mundo que ha visto (que ha aprendido), lo ha descubierto él mismo, o incluso que siempre había pensado así pero nunca se le había manifestado de manera explícita ese pensamiento. Conocer es siempre “reconocer”: mediante las “palabras” del Maestro, reconocemos nuestras propias reflexiones. Son nuestras, de nuestra “propiedad”, pero es el Espíritu Santo quien desde dentro de nuestro corazón nos ha movido para “ver” lo que antes no veíamos. Si hay una maravillosa cualidad que podemos destacar en el Espíritu Santo, maestro de nuestras conciencias, que respeta delicadamente nuestra libertad, es la discreción. Al Espíritu Santo es, en estricto sentido, a quien únicamente se le puede aplicar con propiedad la obra de misericordia de “enseñar al que no sabe”.

El Espíritu Santo nos ayuda a ver la verdad de nuestra vida tal y como nuestra alma la vio siempre, aunque no se nos mostrara patente anteriormente. Por eso, hay una cita de San Pablo que para mí es lo mejor de lo mejor de la Biblia: “Aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rom, 8, 14). En este versículo podemos ver a Dios como verdadero maestro, señor y padre; y también podemos ver que cuanto más nos dejamos enseñar por el Espíritu Santo, y cuanto más nos dejamos llevar por Él, más hijos de Dios somos.

No es fácil emular a un maestro así. Es evidente; no somos Dios. No es fácil ser un buen maestro. Pero algo podemos hacer si queremos vivir esta obra de misericordia de “enseñar al que no sabe”. Por ejemplo, podemos cooperar con el Espíritu Santo. Quizá no podemos (ni debemos) intervenir en la conciencia de nadie, pues como decía el Papa en Evangelii Gaudium nº 169, citando a Ex 3, 5, la conciencia de un ser humano es algo tan venerable, que exige descalzarse ante ella, pues es “tierra sagrada”. Pero sí podemos cooperar al estilo de Sócrates con el Espíritu Santo sugiriendo en nuestros hermanos palabras de vida que les ayuden en el arte de vivir; palabras que nosotros hayamos probado. El resto se lo dejamos al Espíritu Santo y  a la libertad de ese hermano nuestro en el interior de su conciencia. Quizá por todo esto, siempre me pareció maravilloso ese humilde lema episcopal de Benedicto XVI: "cooperadores de la Verdad". Efectivamente, nuestra misión como cristianos no es ir de sabiondos por la vida, sino simplemente cooperar con Dios, que no es poco. Pero solo Él es el Maestro, nosotros, simples cooperadores, sugiriendo a nuestros hermanos palabras de vida.

He dicho “palabras de vida”, que nada tienen que ver, en el mensaje cristiano, con aquello que tenga sabor atemorizador o espíritu estrecho. Por ejemplo, yo creo que un cristiano jamás debería decir a otro, expresiones del estilo de “te vas a condenar” o “eso es pecado” o “te tienes que confesar de eso”, sino más bien, “Dios te ama; procura corresponder a ese amor buscando hacer su voluntad y rectificando en aquello que veas que no responde a ese amor; y para descubrir la voluntad de Dios, te sugiero que hagas oración”.

Unas palabras que no sean de vida, que no reflejen la misericordia de Dios, nunca podrán cooperar con el verdadero Maestro del alma, el Espíritu Santo, pues estarían enunciando un discurso teórico, abstracto (y equivocado), totalmente diferente al del verdadero Maestro, que habla de amor, de misericordia.

A mi modo de ver, vivimos unos momentos importantes en los que hay algo así como dos polos opuestos en el modo de entender la moral y el modo de enseñar al que no sabe; y el Papa está intentando desde hace tiempo llevar a la Iglesia por la senda de la misericordia que ya señalara hace cincuenta años San Juan XXIII. El número 296 de la reciente exhortación Amoris Laetitia expresa muy claramente el camino por el que el Papa quiere guiar a la Iglesia.

Deberían tomar nota de ese punto todos esos martillos de herejes y amantes del anatema, tan abundantes en la Iglesia desde los primeros tiempos, y cuyo método seguramente habrá servido de muy poco para meter almas en el Cielo, aunque no dudo de que su intolerancia y falta de amor hacia el prójimo les habrá producido a ellos mismos un orgasmín de tipo intelectual que les habrá parecido harto saludable por darles a entender que son unos defensores de la fe acojonantes.

Lástima que defiendan tanto la fe a costa de la caridad. No les habría venido mal leer a Benedicto XVI en su tercera encíclica: “La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal, y sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad”. Al fin y al cabo, enseñar es impulsar el desarrollo de la persona, y el verdadero motor de ese desarrollo es la caridad. Dicho con palabras más vulgares, como se decía antiguamente en el seminario de Córdoba (así me lo ha referido mi amigo, el canónigo Antonio Gil), "para enseñar latín a Juan, lo principal no es saber mucho latín, ... sino amar a Juan".

No es mala esta cita de Benedicto XVI, pero vamos a copiar la de Francisco, que dice lo mismo, pero con otras palabras, en el mencionado número 296 de Amoris Laetitia: “(...) quiero recordar aquí algo que he querido plantear con claridad a toda la Iglesia para que no equivoquemos el camino: “Dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar (…). El camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración (…). El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero (…). Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita”. Entonces, “hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición”.

Enseñar al que no sabe, se puede resumir, por tanto, en sugerir a nuestros hermanos palabras de vida que les ayuden en el arte de vivir, sabiendo que eso no es sino una mera cooperación con el verdadero Maestro interior, que es el Espíritu Santo, que actúa en sus conciencias con respeto exquisito hacia su libertad, de modo que salga de ellos mismos lo mejor de sí.