De título insuperable, en 1993 Antonio Burgos escribió un memorable artículo titulado «Tontos con balcones a la calle».
Treinta años después, como el periodista hizo entonces, yo propongo recuperar el «Premio al Tonto Contemporáneo», así como programar una edición al día si pretendemos concedérselo a todo aquel que se lo merece. Por igual motivo debería tener ámbito estatal, regional y local, al tiempo; y por barrios incluso. O casa por casa, que también daría. Su organización debiera recaer en el Ministerio de Salud Pública, Consejerías de Asuntos Sociales, y Concejalías locales de Ayuda Humanitaria y/o al Desarrollo, pues a todos ocupa.
Sufrimos tontos por encima de nuestras posibilidades, pero esto no nos puede llevar a la banalización de la estulticia, sino a todo lo contrario. El tiempo en el que sólo había un tonto del pueblo ya pasó, asumámoslo.
Ser tonto no tiene ninguna relación con la debilidad mental. Es perfectamente compatible un grado de instrucción universitaria con una estupidez plena y soberana.
Hay muchos tipos de tontos, en todos los órdenes y clases sociales, pero característica común a ellos es que desconocen que lo son. A quien pretenda utilizar este argumento como bumerán; parafraseando a Charles Bukowski, le digo: «No obstante, dentro de mi estupidez soy bastante inteligente», y por ello la diferencia es abismo.
El tonto con balcones a la calle se ufana de serlo, se muestra; y suele ser campanudo. Siempre busca un micrófono, un altavoz, un escaparate desde el que compartir con el mundo sus memeces. Si es político ni os cuento, hasta ministros de sobresaliente capacidad en estas lides haylos; el número va en aumento. Nos crecen como champiñones; y como el imbécil no tiene depredador natural, pues ahí andamos.
No es fácil distinguir a simple vista a un idiota, lamentablemente hay que sufrirlo para reconocerlo. Aquí unas consignas para quien las merezca.
El estulto lo identificarás porque es mayestáticamente aburrido, y te roba la energía, te la absorbe. Lamentablemente no la utiliza para su bien, lo cual pasaría por obra de caridad, sino que la consume. Contrariamente a lo que dice el primer principio de la termodinámica, postulo que en el universo sí existe un elemento capaz de destruir la energía: el imbécil.
El necio también se caracteriza porque cualquier debate con él se eterniza. Es, además, un mar de repeticiones, de circunloquios infinitos que hace que una simple conversación se estanque, se empantane, y observas con rubor ajeno que el imbécil goza de pisar una y otra vez el lodazal baldío. Tras un encuentro con un tonto de estos andas horas, si no días, limpiándote chapapote de memo. Podrás distinguir al cretino porque además nunca pide perdón, nunca se retracta, no hay un ápice en él de juicio autocrítico.
Un idiota abusa de la falta de rigor y no razona, sino que repite clichés; lo que es incluso deseable a que comparta su opinión personal ―siempre como dogma―, y casi siempre cuando no se le pide ni es de interés alguno. Y se excusa. Se excusa todo el tiempo y por todo menos por ser como es, porque el estúpido, claro está, se tiene en muy alta consideración al tiempo que reclama la tuya. Todo problema que él causa se lo asegura provocado por otro.
Corroboro lo que Mark Twain dijo sobre ellos: «Ninguna cantidad de evidencia hará convencer a un idiota», y esto es dañino para la salud mental de la persona sana que lo trata, ya que puede llegar a asumir que la tara es suya.
Cuando un humano pasa al reino de los tontos permanece en él por mucho tiempo. Yo debo confesar que tardo en subir a tal pedestal a alguien, pero de los ascendidos ninguno se me ha bajado aún.
A modo de apunte, sin pretender entrar en una clasificación exhaustiva, decir que hay tontos con cargo oficial; tontos con diploma (los más); tontos contentos, alegres; tontos de capirote… Hay tontos públicos y tontos privados. Tontos en el trabajo (insufribles éstos especialmente), e incluso en la familia (recordemos que Dios inventó el humor).
Luego está el tonto anual, a tiempo completo en alguna materia, que lo suele ser por contagio. Es aquel que podría no serlo pero que lo es a modo funcional por pereza. Ahí señalar el paradigmático tonto inclusivo del lenguaje, en costumbres; que es el tonto por ósmosis del tonto ideológico (categoría ésta que necesitaría un artículo enciclopédico para ser abarcada en su totalidad).
Los anteriores los sufrimos todo el año, pero también existe el tonto estacional, aquel que se hace más visible en determinadas fechas. En estas venideras y navideñas asomará especialmente el tonto las glorietas, aquel que sale de las rotondas desde los carriles interiores, pitando a quien pretende hacerlo desde el carril exterior; o el tonto el ascensor, quien en los grandes almacenes da a la vez al botón de subir y al de bajar, provocando en el mismo paradas innecesarias. También nos viene de camino el tonto las fiestas, quien nos felicitará por la fiesta del sol invicto o las saturnales, en lugar de la Navidad. Tontos de muy diversa índole y molestias varias.
En cuanto al origen: todo tonto lo es de forma natural y no hay impostura en él. Es tonto porque le viene de lejos y porque no sabe no serlo.
No obstante, hemos tratado del tonto medio, del tonto común y del tonto del día a día… y luego ya está el gilipollas esférico, aquel que es gilipollas lo mires por donde lo mires. Otro nivel.
A lo tonto a lo tonto hemos entrado en la era de la idiotización y no hay ya vuelta atrás. Si es cierta la máxima de que las generaciones transmiten a las siguientes sus características más significativas, mal acabaremos y pronto.
Todo lo dicho del tonto es igualmente aplicable a la tonta.
«Cuando te mueres, no sabes que estás muerto, no sufres por ello, pero es duro para el resto. Lo mismo pasa cuando eres imbécil», Albert Einstein.