Dicen que en la noche el ser humano se transforma. Y no necesariamente a la manera del lobo, que también, sino de un montón de formas diferentes que, al fin y al cabo, son las que conforman su existencia. A veces puede parecer el mismo príncipe de los ángeles rebelados erguido y desafiante sobre el magno pedestal de Notre-Dame, y otras el báculo del perdón que en la mitad del asfalto florece destellando cientos de colores sin motivo para ello. Hay ocasiones en que bajo la luz de cualquiera de las farolas que iluminan el Paseo del Chocolate se muestra como un espectro, y en otros momentos abre su corazón rojo intenso como si de una pesada y purpúrea capa se tratara a la búsqueda y captura de la inocencia.
Dicen que en la noche el humanoide saca a relucir sus entrañas y las expone al raso sin el más mínimo pudor, junto a los neones guiñadores que pueblan callejones y avenidas en esta ciudad diseñada para zombis. A veces muta sin que nadie lo advierta y esparce sobre los demás la ceniza última que precede a la rigidez más absoluta, y otras aplica ungüento santo a las mentes que permanecen suspendidas de un clavo ardiendo. Hay instantes en que a lomos de un corcel blanco balancea la guadaña y en batalla única va colocando sobre el álbum de la temporada un sinfín de cabezas reducidas, y en un santiamén y a pie se embelesa ante el espejo que lo refleja desnudo observando la belleza que lo cubre y cubre por igual al semejante suyo.
Dicen que en la noche este particular homínido vomita balas de manera incontrolada sobre su alfombra de oro en un claro gesto de venganza acumulada durante unas cuantas vidas, sin importarle nada. A veces cree que habita en un planeta resquebrajado desprovisto ya de los colores naturales del arcoíris y lo paga con el primero que encuentra arrancándole de cuajo el alma, y otras se lanza a la desesperada a lamer las heridas causadas para regenerar la vida. Hay estados o tiempos en los que aprieta los dientes decidido a actuar en solitario dejando un reguero de líquido orgánico a cada pisada que taladra, y al vuelco se ensambla con la armonía del universo que le ronda sin desmayo ante la reja verde repleta de geranios
Lo suyo es una agonía permanente.