Pues resulta que voy a ser uno de esos imbéciles que le ha dado por salir a correr. Ya sabe, de esos que se calzan unas zapatillas fluorescentes y se lanzan a la calle un par de veces por semana para completar el circuito elegido, entre un amplio abanico de ofertas, a cual más sugerente. Running, lo llaman (en tercera del plural, aquí no me incluyo; hasta ahí podíamos llegar, vamos; disponiendo de la voz española, a santo de qué tirar del vocabulario de la pérfida Albión). Para argumentar los motivos que me llevan a pegarme una paliza de órdago y acabar cansado y sudando como un cerdo, no voy a filosofar acerca de aquello de encontrarse con uno mismo, disfrutar de la soledad de tu mismidad, alcanzar un estado de placer liberador o adentrarte en una catarsis autoreflexiva de superlativa conciencia cósmica, porque eso son memeces. Salgo a correr, porque es un óptimo ejercicio, complemento ideal a una serie de rutinas físicas. Punto. Favorece la circulación sanguínea, armoniza el ritmo cardíaco, fortalece las piernas, activa la musculación troncal y entrena la resistencia. Todo con moderación, oiga. No es cuestión de prepararse para la maratón olímpica. Treinta o cuarenta minutos, máximo, sería lo recomendable. Tampoco soy de los que gustan de la música retumbando en los oídos, ni se obsesionan con el modelito o se consagran a la labor de aglutinar el equipamiento completo, con todas las pijotadas que escupe el mercado, desde la cinta reflectante hasta el cinturón portageles energéticos, pasando por brazaletes variopintos y guantes concebidos para poder manipular la pantalla táctil del móvil. Me conformo con camisetas y pantalones transpirables y zapatillas apropiadas para el terreno, ya que, metido en faena, no es lo mismo, atención, dar zancadas sobre tierra que sobre asfalto. Lo segundo es más dañino, pone a prueba talones, tobillos, rodillas y caderas; el impacto es mayor para gemelos, isquiotibiales y cuádriceps. A este suscribiente, el comienzo de la práctica le regaló una lesión de seis meses, traída tras superar la pertinente inflamación de rodillas, por supuesto. Como manda la ley.
En estas salidas callejeras, dentro de mi franja matinal, la soledad es una utopía fantasiosa. Una anécdota de improbable credibilidad. Da igual la oscilación horaria. El número y variedad de paisanos son significativos. Al margen, claro, quedan los vecinos que van y vienen en su quehacer diario. Currantes de buena mañana en tránsito o en plena fajina, junto a aquellos que afrontan la jornada con el calor del primer café en el estómago, al cobijo de los bares abiertos en sazón. Ahora bien, entre los ociosos se centra el interés del tecleo.
Pocos son los que se decantan por el circuito urbano para esto de la carrera, aquí el cruce es la excepción. No obstante, alguno hay que te mira de reojo, irguiéndose con torera gallardía aunque no pueda sostenerse, o acelera dispuesto a adelantarte, para acortar la marcha después. También se aparecen los ciclistas que salen de la ciudad camino del campo o la carretera. Éstos sí que pedalean proveídos del íntegro vestuario confeccionado para la ocasión, con gorra y gafas a juego. Luego están los paseantes de cualquier edad, jóvenes y mayores que marcan la cadencia en función de sus necesidades o ganas. Entre ellos no fallan los que se acompañan por el perro. Destacables son quienes se visten de chándal, desprendiendo un fuerte tufo a pachuli; quienes se paran cada diez metros para charlar un rato con algún conocido; quienes se acompasan con una vara o bastón a modo de accesorio más que de apoyo; quienes se engalanan con ropa formal, rematándose con unas deportivas cómodas para el trance; y quienes alternan el paseo con la carrera.
En el apartado de la afabilidad encontramos a quienes saludan amablemente, dando los buenos días (me disculpo, si en algún momento la carencia de resuello me ha impedido no responder, sino hacerlo adecuadamente); a quienes se apartan a un lado, comprensibles (gesto que agradezco sinceramente); y a quienes, todavía sometidos a los efluvios etílicos de una complicada noche, animan con ganas, cuales hinchas indómitos. Por descontado que todo apartado de afabilidad implica un consecuente apartado de grosería o acrimonia. Descorteses son quienes entienden que todo el tramo es de su exclusiva y excluyente propiedad; jacarandosos, quienes gritan «¿dónde vas con tanta prisa, muchacho?»; y miserables, quienes abandonan a su suerte las heces perrunas correctamente centradas en la acera, cual infame diana con premio.
Por tanto, nada de chorradas metafísicas ni psicoanálisis reflexivos en plan estos minutos son para mí, como misántropos onanistas. No existe mejor manera de cuidar el cuerpo y saborear el paisanaje urbanita que hacerlo en carrera.
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En carrera, y no a la carrera ... así es como vamos siempre.
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