Estremece la indiferencia con la que instituciones y organismos públicos han acogido el cuadragésimo aniversario de la Constitución Española de 1978. Sobre todo, a nivel local o provincial, extensiones territoriales que se suponen más cercanas al ciudadano. Éstas debían haber organizado simposios, jornadas, mesas redondas y charlas en las variopintas formas del amplio jaez histórico, jurídico, político y sociológico. Por supuesto, tanto a nivel académico o educativo como vecinal, esclareciendo los muchos puntos oscuros o ignorados por los legos en la materia, que les facilitaría la imprescindible comprensión de la norma básica de convivencia, su espíritu y objetivo, su esencia y propósito, alimentando la sana y racional crítica desde lógicas posiciones de instrucción, ilustradas… Aunque, bueno, en una sociedad que aspira al borreguismo y una interesada plutocracia que lo fomenta, el argumento suena a risible entelequia. En un excepcional perímetro próximo, sólo singulares centros de enseñanza se responsabilizaron. Así, el Aulario de la UNED en Cabra tuvo la feliz iniciativa de plantear el homenaje con un repaso general a toda nuestra ajetreada, al tiempo que grandiosa, historia constitucional, concediendo a quien subscribe el privilegio y el honor de impartir la Lección Magistral del Acto de Apertura del Curso Académico.
Desgraciadamente, salvedades citadas, las que se han organizado (al menos, las que han llegado a mi conocimiento) se han centrado, por lo general, en su reforma. Es decir, se han preocupado en liderar el cambio constitucional, en repetir lo que se ha venido haciendo a lo largo de los doscientos diez últimos años: en culpar a la constitución de turno del retraso nacional (cultural, económico, político, institucional, administrativo…) y de los males que desmoronan a los conciudadanos; en adaptar la constitución a la particular tendencia política o ideológica de cada cual —cuando lo natural es lo contrario, claro—; en buscar el protagonismo a costa de la Norma Suprema de nuestro ordenamiento jurídico; en menospreciar el hecho de que toda constitución, per se, ha de nacer con vocación de perpetuidad y que, para su adaptación a la realidad social del periodo en el cual ha de ser aplicada, está la legislación ordinaria; en emplear, en fin, la constitución como instrumento de ataque político o de encubrimiento ignominioso. Se han centrado en su reforma, tecleaba, en la revolución, en la idea que cada ponente tiene de España, que, faltaría, es predominante y de obligada imposición frente a las restantes. Se han centrado en su reforma y no en lo que de bueno nos ha reportado hasta el momento, en los logros y avances conseguidos, en las mejoras que nos ha permitido alcanzar, en las miserias superadas, en el esperanzador futuro que estaría por venir. Se han centrado en su reforma, o las que no han carecido de la transcendencia merecida, lo cual también es posible, conocido el percal patrio, pues tales directrices no abren informativos ni generan portadas.
Si usted me preguntase, directamente, ¿hay que reformar la Constitución de 1978? Mi respuesta sería no. Tal vez la necesite, ojo, pero no vislumbro la necesidad, o todavía no me han presentado sólidos análisis que alteren mi opinión. El número de aforados no es el problema, por ejemplo; al cabo, terminarían ejerciendo el derecho a recurrir, dilatando el procedimiento hasta ulteriores instancias, hasta el Tribunal Supremo, si procediera. El problema es el número de políticos; si bien, como en la película El político (Robert Rossen, 1949): «Willie sabía que, si gritas algo muy alto y lo gritas muchas veces, la gente acaba por creerte». Tampoco los integrantes del órgano de gobierno de los jueces debieran ser elegidos en exclusiva por éstos: la soberanía reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado (art. 1.2 de la Constitución), y es el pueblo español el que debe elegir a los miembros del gobierno del Poder Judicial, como con los del Ejecutivo; pese a hacerlo indirectamente, a través de las Cortes.
En contraste, si la pregunta fuera ¿qué reformaría de la actual Constitución? Respondería que suprimiría el Senado, cuyas funciones legislativas están cuasi vetadas por el Congreso y cuya función de representación autonómica aún no se ha configurado y resulta un sinsentido en un Congreso con representantes regionalistas y una Administración que faculta la reunión de presidentes y consejeros autonómicos. Igualmente, reformaría la línea de sucesión a la Corona para anular la preeminencia del varón sobre la mujer (sin coherencia ya en el 78); no obstante, la Corona además es tradición, la preeminencia data de la Constitución de 1812 y la narración del artículo se ha mantenido prácticamente intacta desde la de 1837 (¡reinado de Isabel II!). O impediría que los ministros fueran diputados o senadores, para garantizar la función de control y la independencia legislativa. Y limitaría la Presidencia del Gobierno a dos legislaturas consecutivas.
Entonces, ¿perdurará la vigencia de la Constitución de 1978 otros cuarenta años? Evidentemente, no. Primero, porque los dirigentes ansían la reforma, cual panacea, la vocean con desesperación, la gente acabará por creerlos y, conforme antecedentes, la reforma culminará en novedad. Segundo, porque el independentismo catalán será un verdadero conflicto al multiplicarse el porcentaje cuando conquisten la mayoría de edad las masas de jóvenes adoctrinadas, contando con la complicidad del gobierno estatal y sus cuatro décadas de mirar para otro lado.