En un par de fines de semana he revisitado lo que los entendidos en el tema conocen como la trilogía clásica de Star Wars, y que viene a ser los Episodios IV, V y VI, producciones de 1977, 1980 y 1983, respectivamente. Por su notoriedad, no descubro nada si tecleo que fue un pelotazo en su época, que ha atraído una legión de admiradores por el mundo y que ha generado todo un universo, expandido a lo largo de los años y multiplicado, en aras de una inmediata rentabilidad, por Disney tras su compra a George Lucas. Hasta el punto la saga es una institución que el Día del Orgullo Friki está fijado en el 25 de mayo, coincidente con el día del estreno cinematográfico de la primera de las entregas ofrecidas por Lucas: Episodio IV: Una nueva esperanza; aunque en su momento, incapaz de que una imaginación ordinaria (¡siquiera genial, como la de Lucas!) pudiera prever la inmensidad de la repercusión que causaría el producto (hasta aquellas fechas de 1977, jamás se había atestiguado colas tan kilométricas a las puertas de los cines ni listas de espera para conseguir los variados y variopintos objetos pergeñados por la promoción comercial), se intituló Star Wars, a secas; La guerra de las galaxias, vamos, para los oriundos del suelo patrio. Sería con posterioridad, acordado el cierre de una primera trilogía, cuando se incorporó un rótulo individualizado para cada Episodio. Así, el quinto se nominó El imperio contraataca; por su parte, El retorno del Jedi, el sexto… Historia más que conocida, tecleaba.
Vaya por delante que no soy un incondicional apasionado de la saga, ni quiera seguidor habitual de la misma. De hecho, creo haber escrito en alguna ocasión (y si no, lo hago ahora) que considero, desde mi humilde opinión y con respeto a la contraria, desmesurada y exorbitante la enorme transcendencia alcanzada por la obra, la cual no deja de ser un género de ciencia ficción, muy bien concebido y desarrollado, por supuesto, novedoso e ingenioso, desde luego; pero ficción, al cabo. Me aproximo a los largometrajes, entonces, por interés cinéfilo; al igual que lo hago en estos tiempos con las recientes producciones televisivas en imagen real, por caprichoso entretenimiento visual y curiosidad insana, y la extensiva convicción (quizá a usted, pacientísimo lector, le ocurra algo parecido) de que la compañía propietaria de los derechos está saturando el mercado. Proceder éste que, a medio plazo, podría provocar perjuicios, por efecto saturación o aburrimiento. En lo que no me he adentrado (nunca despertó mi interés y es posible que nunca lo haga) es en el infinito maremágnum de series animadas, novelas, juegos y cómics, emitidos, distribuidos y publicados, que han contribuido a ampliar y conformar la pasada historia de esta galaxia lejana, muy lejana, ideada por Lucas.
El caso es que siempre he concebido la trilogía clásica como la más seductora y relevante. Mientras que la trilogía de precuelas (Episodios I, II y III), con la atmósfera recargada de color, la dudosa construcción del personaje de Anakin Skywalker, la empalagosa introducción de Jar Jar Binks y la revisión del concepto de Fuerza, que pasa del misticismo o del ámbito metafísico («La Fuerza es lo que le da al Jedi su poder —explica Obi-Wan a Luke en el Episodio IV—. Es un campo de energía creado por todas las cosas vivientes. Nos rodea, penetra en nosotros y mantiene unida la galaxia») a uno biológico (¿midiclorianos?); se me antoja algo insulsa y por debajo, pese a los avances tecnológicos, del nivel de su antecesora. No obstante, la escenificación del universo (¡lástima cómo chirrían esos fondos digitales!), la personificación de Obi-Wan Kenobi, con la solvencia perpetua de Ewan McGregor, y la progresiva absorción hacia el Lado Oscuro de la Fuerza hacen que esta trilogía de precuelas merezca todavía el rango de aceptable, con un notable raspado.
En cambio, la trilogía de secuelas (Episodios VII, VIII y IX) me arrebató durante un destacable periodo cualquier tipo de sugestión positiva, inclinación o entusiasmo por el universo Star Wars. Odiada por los prosélitos más puritanos y aplaudida por corrientes más laxas (facciones rebeldes), a mí me resultó tremendamente tediosa, hasta el sopor, sin que lograra evitar un estado de permanente repelencia, la indiferencia durante su visionado, con la añadida sensación de que sus largometrajes eran producto del provecho mercantilista que relegaba la esencia desprendida por la idea original… Huelga teclear acerca de los despropósitos escupidos por la octava.
Al margen de los problemas de discordancia en la continuidad que tal miríada de productos pueda suscitar (y lo suscita, pues viendo la última serie dedicada a Obi-Wan Kenobi, cómo interpretar la aparente falta de memoria de Leia en el Episodio IV), la trilogía clásica es la más entretenida e interesante. Y si es cierto que el Episodio V es el mejor filme desde una posición técnica, como de narrativa, diseño de producción y consolidación del universo (sin obviar la majestuosidad del tema compuesto por John Williams para Darth Vader); no es menos cierto que el Episodio IV, cuya sencillez se acomoda al regocijo de la toma de contacto de los diversos personajes alrededor de los cuales orbitará la saga, se salda como el más entrañable. En cuanto al Episodio VI, que se me figura apuesta por los avances técnicos, sin restar un ápice de mérito y valor a la entrega (¡esa redención de Darth Vader!), ha quedado obsoleto, precisamente, al ojo actual… Sin embargo, qué sabré yo, simple espectador nómada, deambulatorio observador periférico de la galaxia.