Se me permitirá en este artículo recopilar un número determinado de creaciones humanas a través de las cuales será de una facilidad pasmosa apreciar hasta dónde es capaz de llegar la tontería, entendiéndose ésta por su alto grado de inutilidad y por el notable desperdicio de ingenio, talento, manufacturación y tiempo. Porque la invención humana, en ocasiones, se ha visto sobrepasada por una gilipollez innata a nuestra especie, que nos ha conducido a confundir la ineficiencia con la creatividad. Aunque, pudiendo ser relegadas sin excesivo riesgo al género de lo prescindible, no por ello dejan de provocar una amable sonrisa. Pero me dejo ya de prolegómenos y paso al listado.
En quinta posición, la goma de borrar tinta. Antes de las tiras y líquidos correctores, juzgando como antiestética natural los despreciables tachones de tinta de bolígrafo en los escritos, apareció una mente prodigiosa a quien se le ocurrió la brillante idea de incorporar a la tradicional goma para borrar mina otra que lijase, literalmente, el papel, comiéndose de paso la supuestamente invencible tinta —qué se habría creído ésta—. Y había que obrar con delicadeza suma, si lo recuerda, porque, casi con seguridad, el lugar antes ocupado por el error caligráfico, pasaría a manos de un bonito agujero. Mucho más armónico con el conjunto del documento, sin duda.
En cuarto lugar, la luz ámbar del semáforo. Originariamente creada para advertir al prudente y respetable conductor de la inminencia del cambio de luz verde a roja, aconsejándole la reducción precavida de la marcha, ha tornado, por vía de la costumbre, a persuadir al usuario de una inmediata y vehemente aceleración del vehículo en aras de la fluidez del tráfico. Cívica actitud, creo yo. Pese a, observo el malgasto de material metálico, lumínico y de espacio, ya que, antes y ahora, dicha función podía haber sido cubierta por la intermitencia de la luz verde, como es el caso del semáforo para peatones.
El tercer puesto es para el reloj-termómetro público. Desde que la actividad ciudadana se extendiera fuera de los límites de la plaza mayor, el tradicional reloj del ayuntamiento se verificó inepto para satisfacer las necesidades horarias de una población que pululaba por las calles, trastornada, sin reloj de pulsera o de bolsillo, móvil, radio o coche con reloj en el salpicadero. La cuestión es que se hacía misión imposible conocer la hora, habiendo perdido la habilidad de comprobarla por la posición solar. Las grandes avenidas quedaban un tanto desplazadas de la referida plaza, demasiado para obligar al viandante a acercarse hasta ella en busca de la noticia temporal. Así, surgió ese alto y voluminoso poste metálico en cuyo extremo se colocó un reloj digital, amparado por un ostentoso cartel publicitario e indicando permanentemente la hora de Tenerife o Budapest, dependía. Y todos tan felices, pues qué demonios importa la procedencia de la energía que consume y quién la satisface. Además, no olvidemos su función termométrica, dándole el solano todo el día con la consiguiente puesta en duda de la temperatura marcada.
En segundo lugar, los lentes cuyo armazón se ensambla sobre el puente de la nariz. Quizá lo haya usted visto, o sea su compañero de trabajo. Es el clásico calvo cincuentón, necesitado de lentes para leer, que gusta de ir a la última moda con tejanos, zapatillas y camisa de cuadros por fuera del pantalón. De tal guisa, se descubre un cordón colgando de sus hombros, y de cuyos extremos penden sendos monóculos. Entonces, entre tanto consideras la estulticia de un monóculo por ojo, habiendo gafas, el tordo va y se los coloca sobre el puente de la nariz con un click que te deja perplejo, conociendo un nuevo grado de gilipollez supina.
Y, en primera posición, el artículo 16.3, inciso primero, de la Constitución Española de 1978. «Ninguna confesión tendrá carácter estatal». No he visto yo mayor desperdicio de papel, tinta y memorización —para quien se vea obligado a ello— que en esta norma. A base de moratorias, treinta y dos años pasan sin entrar en vigor. Ni se espera. Desconozco la razón de su existencia, si no se aplica. Debe ser uno de los misterios que envuelven a España. Ejemplos se pueden encontrar en el lema del escudo de Lucena, o en su Viernes Santo y fiestas patronales.
Soy consciente de que el número de simpáticas gilipolleces no se agota con estas cinco. La estupidez no conoce límites, y hay muchas más. Sería un supuesto el actual Senado español. Pero, ésta y otras, mejor reservarlas para una próxima entrega.
Añadir nuevo comentario