María de la Sierra Molina Osuna
Es de justicia reconocer que en las últimas décadas se ha producido un gran avance en la equiparación social entre hombres y mujeres. La paulatina incorporación de estas últimas al mercado del trabajo y su acceso a determinados puestos reservados en exclusiva a los varones hasta fechas muy recientes, han creado en nuestra sociedad la sensación de que la plena equiparación entre sexos es una realidad indiscutible.
No obstante la tozuda realidad nos recuerda que dicha homologación está todavía muy lejos de producirse y que en la sociedad española están todavía muy arraigados y presentes determinados atavismos que consideran a la mujer como un ser inferior al hombre, cuya misión principal debe ser el cuidado de su casa y de su prole.
Dos noticias han copado en los últimos días la atención de los medios de comunicación en nuestro país y en ambos casos se pone de manifiesto la vigencia que, desgraciadamente, continúan teniendo determinados postulados machistas en algunos sectores.
Cuesta entender que en la segunda década del siglo XXI una mujer pueda ser humillada en España por su aspecto estético o indumentaria. Lamentablemente esto le ha sucedido en Granada, el pasado 25 de septiembre, a una jovencita de 15 años durante la procesión de la Virgen de las Angustias, a la cual acudió ilusionada, como venía haciendo los últimos años, luciendo la clásica mantilla española y ataviada con la gracia y elegancia que caracterizan a la mujer andaluza.
En las fotografías familiares que ilustran la noticia, se puede ver a una esbelta jovencita posando feliz y sonriente ante la imagen de su patrona en su salida procesional. Viste de luto riguroso; un sencillo y discreto vestido negro con cuello cerrado, mangas por debajo de los codos, medias y falda por debajo de la rodilla como marcan los cánones en este tipo de actos.
No obstante, su aspecto no debió parecer lo suficiente discreto y modesto a tres de las “conciliarias” (denominación que reciben las mujeres encargadas de velar por las buenas costumbres en el transcurso de la citada procesión), las cuales, ni cortas de perezosas, recriminaron su aspecto “inapropiado” a la quinceañera granadina y no cejaron en su empeño hasta expulsarla de la misma con la consiguiente humillación pública para la involuntaria protagonista de la noticia.
Dicha actitud inquisitorial evidencia la estrechez de miras de las citadas “conciliarias”, cuya actitud represora me lleva a imaginarlas en su lejana juventud como monitoras de la felizmente desaparecida Sección Femenina y como unas empedernidas nostálgicas de aquellos horribles y antihigiénicos pololos que lucían sus jóvenes pupilas en las exhibiciones de los bailes regionales.
Pero mucho más mediática ha sido una sentencia de la Audiencia Provincial de Murcia en la que el juez redactor considera que llamar “zorra” a una mujer no supone insulto o menosprecio hacia la misma. Una polémica sentencia que evidencia el machismo imperante en la judicatura española.
Afirma este juez que no supone insulto llamar “zorra” a una mujer si quien utiliza este término lo hace "para describir a un animal que debe actuar con especial precaución". Por tanto es de suponer que llamar "cabrón" a un juez no debe tampoco considerarse ofensivo si se hace "para destacar su fuerza, energía y prestancia" y llamarlo “hijo de puta” tampoco debe ser insultante, si se hace para poner de manifiesto su “natural gracejo y desparpajo”.
A algunos magistrados no les debe sonar raro llamar “zorra” a una mujer, probablemente porque estén acostumbrados desde pequeños a que llamaran así a sus respectivas madres. Por tanto, y siguiendo la lógica de tan disparatado veredicto, tampoco debe ser ningún insulto pensar que dichos magistrados sean unos auténticos “hijos de zorra”.
Con sentencias así no es de extrañar que la ciudadanía tenga cada vez menos confianza en la Justicia y, particularmente, en quienes tienen la misión de administrarla.
Es justo reconocer la excepcionalidad de los hechos relatados. Pero, aunque de manera aislada y singular, son cosas que continúan sucediendo en nuestro país y, aunque los mismos no constituyan la tónica habitual en la sociedad española, ponen sobre la mesa la dolorosa constatación de que la plena igualdad entre hombres y mujeres continúa siendo, tristemente, un espejismo.
María de la Sierra Molina Osuna
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