Hace ya bastantes años que perdí a mis abuelas. El cariño de las abuelas es un poco especial, porque es como el de las madres pero sin el rigor que supone la obligación de tener que educar a los hijos. Por eso se suele decir que los abuelos lo pasan todo y que maleducan a los chicos. Y por supuesto, los mayores elogios siempre vienen de las abuelas. Poco importa que no sean objetivos: son elogios.
Como he dicho más arriba, desde hace años no tengo abuela que me elogie, y como veo que nadie me ha elogiado todavía por un determinado asunto que traigo aquí, voy a hacer notar tal asunto, dejándome llevar un poco de la vanidad, a ver si hay alguien que se da cuenta de una cosa buena que he escrito y que parece que con el calor veraniego ha pasado desapercibida. Como no tengo abuela, es disculpable.
Me refiero a mi artículo “Un país de mierda” publicado en este periódico digital el pasado 27 de julio en el que traté acerca del desgraciado accidente del tren de Santiago de Compostela del día 24 del mismo mes. Escribí el artículo en plena ebullición mediática del asunto y cuando la opinión pública se dedicaba a criminalizar al maquinista del tren, Francisco Garzón, sin respetar su presunción de inocencia y sin poner en duda que el único responsable de la tragedia era él.
En mi colaboración, sin descartar la posible responsabilidad del maquinista en lo que pudiera corresponderle, planteaba otras posibles responsabilidades, tanto profesionales como políticas, en lo relativo al diseño del sistema de transporte ferroviario que cubre la línea Madrid-Santiago, y apuntaba a una cuestión oscura y sospechosa relativa a cómo es posible que los cuatro últimos kilómetros de la línea férrea carecieran del sistema de frenado ERTMS.
Un mes después de mi artículo leo en los periódicos que los responsables de seguridad de ADIF han sido imputados por el juez, precisamente por los motivos que yo apuntaba en mi colaboración. Los comentarios que acompañan la noticia dicen que el juez está decidido a llegar hasta el fondo de la cuestión y no quedarse en superficialidades.
Si alguna de mis abuelas viviera, no dudaría de calificarme de profeta. Sin embargo, la cuestión no tiene tanto mérito. Es solo cuestión de creer de verdad en la presunción de inocencia de las personas, no tomando por juicio el prejuicio, y observar que la conducción de un tren es algo complejo que implica a más de una persona.
Con posterioridad a mi artículo he podido leer en la prensa también dos noticias muy significativas. La primera es que a los ocho o diez días del accidente, ADIF se apresuró a establecer un protocolo de seguridad en trenes que deberá ser observado en el futuro. Y razono yo: si han sacado ahora ese protocolo, debe ser porque no lo estaban observando antes, esto es, cuando tuvo lugar el accidente. La segunda noticia es que—bien callado se lo tenían—en estas fechas ADIF está concursando en un proyecto de tren de alta velocidad en Brasil, y casualmente el pliego de condiciones del concurso rechaza la participación de las empresas que hayan tenido algún accidente. Así las cosas, si la culpa del accidente de Santiago recae sobre el maquinista—y solo sobre él—la empresa queda libre de culpa y puede concurrir—y quizá ganar—a ese concurso millonario. Ahora bien, si se imputa a los responsables de seguridad de la empresa, el asunto se va a tomar por culo.
Me parece que toda la prensa que se apresuró a criminalizar a Francisco Garzón y echar sobre él la carga de conciencia de los 79 muertos del accidente, tendrían que envainar y estudiar las noticias con más serenidad. Yo por mi parte he hecho el pequeño descubrimiento de que el secreto del don de profecía puede estar precisamente en la independencia de juicio y en la tendencia a pensar bien de la gente. Y que me perdonen mis abuelas por usurparles el protagonismo.
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