Nos cruzamos casi a diario. Y siempre los veo cogidos de la mano. Creo que son ochentenos, y no aparentan ninguna magnificencia exterior y visible que los haga destacar del resto de los mortales. Sus rostros se tocan de vez en cuando, acaso oteando el deterioro de las aceras de esta calle de barrio pobre marcado por el narcotráfico. Algo susurran los labios de ambos –lo intuyo al través de las mascarillas-, pero no atino a oír con claridad qué es. Seguramente apuntan al frío que está haciendo esta mañana y que hiela las esquinas o cavilan pesarosos sobre la misma muerte que tan de cerca se les aparece por entre los muros de su pequeña morada.
Y nos damos las caras porque sobre la misma hora de todos los días yo doy mi paseo en compañía del Duque, un mamífero doméstico de la familia de los cánidos que aguanta mis monólogos callejeros con estoicismo, mas si avivo la pasión me echa una mirada de esas que taladran y que parecen decir ya vale. Un can que se altera con el desagradable sonido de los autobuses, los coches, las motos, los camiones de la basura, la grosera voz del butanero, la altanería del tapicero, los taladros, los petardos, las sirenas de las ambulancias, de los bomberos y la de la policía, etc. A duras penas lo calmo diciéndole que así son las veinticuatro horas del homínido y que hay que aguantar, que es lo que hay.
A pesar de todo, el Duque es descarado como él solo. No pasa individuo o individua a los que no se les quede mirando, como si los conociera de toda la vida. Y a estos dos señores también los mira, con insistencia, moviendo el rabo sin parar y acercándose lo suficiente para recibir seguramente una caricia. Ramón y María, que así se llaman, ni se lo piensan. Y como si no existiera ninguna otra cosa en el mundo más importante, se agachan despacio y masajean a Duquito en cabeza y cuello mientras éste les hace su particular fiesta. Se nota, dada la delicadeza de sus gestos, que tuvieron compañero canino en otro tiempo. Ahora la camaradería es otra. De libro, podría asegurar sin dudarlo.
Me comentan, con la pena en los ojos, que se quedaron solos en este maldito valle de lágrimas: sin hijos, sin los “amigos de toda la vida”, sin vecinos cabales con los que no hiciera falta ni echar la cerradura. Conviven entre negros, latinos, musulmanes, chinos y ciudadanos del Este. Hoy son como una isla en la mitad del bloque donde viven. Mejor, sobreviven. Que los 783 euros de la pensión de Ramón no dan para hacerle frente a la hipoteca, los gastos de la comida y a las facturas caseras que son básicas e imprescindibles. Un desafío en toda regla para uno de los sectores más vulnerables de nuestra sociedad, pienso. Bueno está, les digo. Y con un hasta luego, amigos, despido nuestro encuentro.
Nos cruzamos casi a diario: Ramón, María, el Duque y un servidor. Y ellos, Ramón y María, siempre, siempre van cogidos de la mano…a pesar de los años.