Ayer tarde me enteré que te habías ido, Juan, mi amigo Guilles (pocos saben de dónde venía el apodo), y que lo habías hecho para siempre. Vaya rato que pasó mi cabeza dándole vueltas a eso, porque en circunstancias así la tristeza inunda los sentimientos y todo se nebuliza en una gran pena en el corazón.
Nos conocíamos desde niños, fuimos la primera promoción desde 1º hasta 8º en la EGB del colegio Ángel Cruz Rueda, hoy Carmen de Burgos. No lo hablamos nunca, pero seguro que te gustó el cambio de nombre porque tú a los fachas no los tragabas. Y aunque no estábamos en la misma clase, nos conocíamos del recreo y de las horas que jugábamos tras la salida del cole por la tarde. Se te daba bien jugar a las ‘bolas’, hoy dirían canicas, y más de una vez me desplumaste y volvía a casa con los bolsillos vacíos. Nunca he olvidado como un día te enfrentaste a un matón que intentaba abusar de otro chiquillo más pequeño y débil. Yo también lo iba a hacer, pero te adelantaste, le plantaste cara y le dijiste que en tu presencia no ibas a dejarlo hacer sus fechorías, yo dije que pensaba lo mismo, así que se lo pensara bien. Hubo tensión, pero el macarra tras tu primer empujón se quedó desconcertado, sus secuaces ni se movieron porque vieron que yo los miraba muy atento. Al final se fueron, dejaron al pequeño en paz y nosotros seguimos jugando a las bolas, sin decir ni mu sobre lo ocurrido. Allí descubrí tu gran corazón y tu justo sentido de la justicia.
Luego crecimos y salíamos juntos en pandilla durante la adolescencia, ya en el instituto, y jamás cambiaste ese espíritu rebelde que no toleraba las injusticias. Era la transición, Juan, y por entonces escuchábamos, entre tanta música en inglés, los discos de Quilapayún o Joan Báez abogando por el No nos moverán y por El pueblo unido jamás será vencido, allí en la buhardilla de nuestro común amigo Ignacio. Víctor Jara era nuestro mito, y su injusta ejecución en un paredón, tras una trágica tortura, nos tenía por entonces en un cabreo permanente y no queríamos que en España sucedieran esas atrocidades.
Recuerdo las horas en el pub Ramón con una cerveza que nos duraba infinito, pero era el mejor sitio para escuchar música y para reírnos de todo. El Paseo también era nuestro paraíso, y allí hacíamos lo que hoy se diría un botellón. Pero con muchas diferencias, la música la poníamos nosotros con Juan Carlos o Juanito a la guitarra, y la bebida, aquellas litronas fresquitas, las comprábamos en la Betrana, eso sí, con la condición que nos ponían de que luego devolviésemos los cascos. Tampoco las horas coincidían, lo nuestro terminaba cuando ahora los jóvenes empiezan, por eso no molestábamos a nadie.
Tampoco puedo olvidar las tardes que salíamos del instituto para no ir a clase de Filosofía, que nos impartía mi ahora amigo Paco (paradojas del destino), y que eran un coñazo para dos jóvenes tan disconformes como nosotros a los que no se les dejaba discrepar. Se unieron algunos compañeros más y, o nos quedábamos en el Paseo o nos íbamos a la laguna San Cristóbal donde jugábamos a las cartas entre cigarro y cigarro. Cierto es que tú ya andabas aliñándolos, a algunos os gustaba el ‘chocolate’, yo, y no es por esconderme de nada, no lo toleraba simplemente, siempre he sido más de salado, jejeje, y no lo necesitaba para reírnos juntos de cuantas ocurrencias se nos venían a la mente. Por cierto, menuda risa entrecortada e hiposa que tenías y que nos contagiaba a todos.
Recuerdo también con nitidez la noche que decidimos quedarnos en tu casa para estudiar dios sabe qué, y que de tres que íbamos a ir al final fuimos un montón. Estudiar no estudiamos, esa fue la verdad, pero entre una buena variedad de inventos, hicimos una especie de güija bastante casera, y a pesar de intentar la concentración para comprobar qué pasaba, siempre había alguno que se reía o saltaba con cualquier chorrada, además del que movía adrede el vasito de anís que a modo de copa nos servía para el juego. Y llegó el momento del susto, ¿lo recuerdas, Juan?, cuando más concentrados estábamos, más en serio parecía que nos lo estábamos tomando y ya estábamos preguntando si había alguien allí, no recuerdo quién dijo una chorrada y se rio, y el vaso de anís, de culo gordo, estalló en añicos entre nuestros dedos inexplicablemente. La risa se cortó y el miedo en nuestras caras lo decía todo. Luego preguntamos si alguien había hecho aquello, todos negaron, y probamos muchas veces a intentar romper a cosa hecha otro vaso y ni flores. Es lo más cerca que he vivido de una experiencia paranormal.
Luego llegaron los años de juventud y nos distanciamos bastante, pero siempre nos reconocíamos como amigos. Yo terminé el bachillerato y me fui a Sevilla a seguir en la universidad. Entonces todo lo que sabía de ti era por los amigos comunes que no me daban buenas noticias. No sé exactamente el momento en el que tu salud mental se vio deteriorada, pero cuando volví a verte tu pelo rubio había casi desaparecido y tu talla de ropa era como la mía, usuarios de las XL. Nuestros saludos eran sinceros siempre, pero ya te veía alejado del mundo, yo pensaba en mis adentros: Juan ha sido el único que de verdad ha cumplido con aquello que decíamos todos como Mafalda de ‘que se pare el mundo que me bajo’. Y te bajaste. Y te volviste un muchacho solitario, metido en tu mundo, aunque no ajeno al que te rodeaba.
Te encontraba, por ejemplo, sentado en un banco del Paseo, siempre fumando, y yo iba paseando y llevando el carrito a alguno de mis hijos a bordo. Me paraba y te saludaba, alguna vez me ofrecías un cigarro que yo no aceptaba porque ya no fumaba, y me sentaba a tu lado contestando a tus preguntas. Recuerdo que un día iba yo con Joaquín, tendría entonces un par de años como mucho, y sin tapujos me preguntaste qué le pasaba en los ojos. Te respondí con la misma naturalidad y no olvidaré tu respuesta: puta vida.
Y sé que para muchos eras invisible, nunca para mí, incluso pensaban que eras un loco solitario, a algunos hasta les dabas un poco de miedo, ya ves tú, sin duda no te conocían en absoluto. Últimamente te veía por tu plaza Vieja, en la que siempre has vivido y que ahora está tan de moda en Cabra, aunque ya hacía años que tampoco te veía ayudar a tu familia en la fritura de papas. Pero estabas por algún banco con tu cigarro y en tu mundo, al margen.
Y ya no podré decirte adiós nunca más, ni preguntarte cómo te encuentras, ya te has bajado para siempre de este mundo que tan mal te trató. En mi mente, puedes tenerlo por seguro, siempre estarás, porque eras una persona buena, muy buena, de los pocos que he conocido.
Pd- el adiós de Juan ha coincidido con el de su vecino Manolo Piedra ‘el Zeta’, otra gran pérdida, quizás de las personas más rompedoras que he conocido, y de él alguien escribirá. Descansen ambos en paz.