¡Te cogí…! ¿Qué estás haciendo, Duque? ¡Sal de ahí!… Venga, sal de ahí, anda. Coge el hueso y échate en la cesta. Ven, anda, ven… Muy bien… Así, con la manta por encima. Y duerme nana, que ahora vengo…
(Nadie me dijo nunca que vagabundear por los alrededores del cementerio de San Fernando estuviera prohibido. ¡Se prohíben tantas cosas hoy en día, que ya no sabe uno si al salir de la casa te va a caer lo de no culpable o la cadena amarrada a los tobillos y con bola para toda la vida! Además, yo tenía y tengo, desde luego, toda la intención de entrar por cualquiera de los huecos de las cancelas, o mejor por un agujero en los muros que hizo un día algún amigo mío y que permanece oculto a la vista de los que de higo a breva van a visitar a sus solitarios muertos. Por lo menos, no está a la vista de los fariseos que se visten de negro hasta el cuello como si fueran pensadores o filósofos regios y que se abrazan dándose golpes de pecho y también en las espaldas. Que después corre el aguardiente -como corre a lo largo y a su ancho el Guadalquivir- en el bar-restaurante de por frente y junto al negocio de las lápidas, para brindar por el que se fue: “un hombre bueno”…
Me daba igual. Yo me introduje libremente en ese camposanto repletito de lujo y de miseria, como en la misma vida. Ni en la muerte podría decirse que somos todos iguales. A unos los tratan con más esmero que a otros, de eso no hay duda. ¡Total, ya muertos!, dirán algunos. Pues sí que importa. A mí, particularmente, sí que me importa el que mis huesos permanezcan a buen recaudo o no. Que ya se sabe que con los miserables se trasiega hasta el punto de meterlos a todos juntos en unas fosas que llaman comunes y que se pierden con el tiempo en algún lugar del tiempo. Pues que no hay derecho ni izquierdo a que determinados “maestros” sean llevados a hombros por sus tardes de charanga y pandereta, después de ejercer de matarifes plenos y la sangre casi negra que se la empapa el albero. Y sin embargo, a los pobrecitos que siempre pidieron un detalle se les rellena el nicho con cemento malo y se les deja escritos sus medios nombres con pintura negra y dos garabatos que se atraviesan…
De todas maneras, donde yo me siento bien a gusto es dentro del túmulo del Conde del Águila. Al Conde no le importa que me haga una rosca encima de la cuarta de polvo viejo y telarañas que se acumulan sobre la losa agrietada que arropa su todavía elegante osamenta… Al contrario, creo que le agrada mi compañía de fin de semana. Porque, sin dudarlo, se me suelta en una letanía de secretos que deben llevar guardados en su memoria un montón de lustros. Y me hace cómplice el Conde de lo que más le gusta: de su ristra de amoríos, de los que ya quisiera fardar el rey. Y uno, que piensa malamente a todas horas y por afinidad en el título, se pregunta: ¿Por qué será que la sangre azul busca siempre a la roja? No tengo más respuesta a la pregunta que ésta: para el aprovechamiento, el acoso y el derribo. Por este orden, créanme…)
Pero Duque, ¿qué haces ahí? ¡Sal de ahí, maldita sea! ¡Sal de mi sillón y aparta tus patas del teclado, caramba! ¿Será posible?…