No sé usted, pero aquí el suscribiente terminó hasta los cojones de las elecciones catalanas. Todo empezó con la infructuosa negociación de un concierto económico, el recurso a la vía del Constitucional, la infantil pataleta de un gobernante autonómico, ataviada con descaradas amenazas públicas, y el soberbio enconamiento de un presidente que, pasivo y apático, les restó crédito.
Porque en Cataluña hay paro, corrupción, déficit, recortes, precariedad laboral, sueldos miserables, merma en los servicios públicos, desahucios, cláusulas suelo, etcétera. Es decir, los naturales problemas de cualquier territorio español que se precie de serlo (que se precie de ser territorio, lo de español es más discutible). Y con la cantidad de problemas a resolver, parecía que el único con intenciones era el del independentismo. Como si, resuelto éste, los demás cayeran por efecto dominó. Los medios de comunicación tuvieron su parte de culpa, dedicando numerosos minutos de radio y televisión, páginas y páginas de periódicos, portadas y columnas. No digo que la noticia careciera de importancia nacional, con las bravatas y coacciones independentistas; digo si realmente merecía tamaña cobertura, el despliegue y la inversión, si no había noticias destacables en el mundo (con lo grande que es), si la atención ofrecida no hacía sino inflamar esas bravatas y coacciones, propiciar el espectáculo bochornoso y lamentable de las pasadas elecciones catalanas. Desde la amalgama demagógica de la coalición Juntos por el Sí (se prioriza la idea común de independencia frente a las diversas corrientes ideológicas) hasta la pelea de patio de colegio con las banderas en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona (esa alcaldesa superada por las circunstancias que pareció perder el vigor empleado en la «lucha antidesahucio»), pasando por el boicot al himno en una final deportiva y los conocimientos legislativos presidenciales en torno a la nacionalidad (eso son dos tardes). Patético. Esperpéntico. Y el esperpento, ojo, es producto nacional. Patrio. Español, o sea.
Concluida la jornada electoral (¡sobra dinero para refrendos y elecciones y escasea para pagar a las farmacias!), creía que lo peor habría pasado. No tanto en lo que a las aspiraciones independentistas se refería como en la paranoica función política en que convirtieron el serio y trascendental acontecimiento de las elecciones, cachondeándose, de paso, de los ciudadanos. Confiaba en una utópica cordura, cuando lo mejor estaba por llegar.
Con una mayoría de escaños y minoría de votos (incongruencia brotada de la legislación electoral vigente), el ala independentista se proclamó clara vencedora, faltaría más. Y legitimada, con ese respaldo del cuarenta y siete por ciento de los electores (menos de la mitad), para iniciar un proceso secesionista «democrático». Con un par. (Es curioso, siempre entendí la democracia como el gobierno de la mayoría).
Fue una soberana estupidez. Lo de la «presidencia coral» -propuesta antes o después de la «rotatoria»-. Una suerte de triunvirato romano planteado por la CUP, a fin de avalar la candidatura de Juntos por el Sí, con tres, quizá cuatro, cabezas visibles dirigiendo el cotarro a partes iguales (no seré yo quien ponga tachas al aprecio hacia una referencia histórica)… A continuación vendría la histriónica pose de Artur Mas ante los medios, apoyando la mano en el monolito homenaje a Lluís Companys, cabeza inclinada, aire sosegado y reflexivo, como esperando recibir la bendición del difunto; su paseíllo mesiánico hacia y desde el juzgado, entre loor de multitudes y bajo las varas de cuatrocientos alcaldes (ahí queda eso). Nada que ver con sucesos acaecidos tiempo atrás, cuando tuvo que acceder a la Asamblea catalana en helicóptero (¿han desaparecido las causas de «indignación»? ¿Alimento, vivienda y trabajo?… La independencia, primero). Iniciada la nueva legislatura, la Presidente de la Asamblea, en su discurso, abogó por la democracia, recibiendo a la totalidad de los presentes -corrientes incluidas-, a la vez que decretaba el comienzo de la secesión. Al siguiente día, la CUP donde dijo digo, dijo Diego, y secundó un proceso que juiciosamente había descartado por aquel porcentaje de votos. Tuvieron su turno los órdagos y los chulos. El PSC se brindó a CDC. Mas insinuó el traspaso de competencias presidenciales a unas poderosas vicepresidencias. La CUP se encaprichó con Romeva. La Asamblea, ante el Constitucional, adjetivó la secesión como deseo, no resolución vinculante…
Cuando tecleo estas líneas, el plazo para la designación presidencial se demora… Si les interesa cumplir con el Estatuto… Puestos a saltarse la legalidad… Lo mismo declaran la independencia así, por las buenas, sin presidente ni nada… Un estado sin presidente e invadido por españoles. Ya que ésta es otra. Un español con residencia habitual en el extranjero que adquiera voluntariamente esta nacionalidad extranjera, conserva la española (y europea) al menos durante tres años. Entonces, independizada Cataluña, podría darse la paradoja de que España comparta frontera con un país poblado íntegramente por españoles. ¿Acaso hay algo más esperpéntico, más español que esto?