A través de los cristales de la ventana conjuntada con barrotes blancos y aluminados, que ampara de manera celosa el cuarto donde mis sueños descansan o se alborotan, observo el trasegar del ser humano envuelto como siempre en una amalgama de posibles e imposibles al tiempo. No es nada nuevo. Al revés, es una imagen arcaica y repetitiva pero que a mí me complace curiosear sin complejo alguno. Y no tiene precio, créanme, porque se distinguen tal cantidad de detalles en esta procesión diaria que uno se coloca en la bancada del “Preu” y comienza a filosofar a la manera de Kierkegaard.
Destripar la vida de los que pasan sin saber absolutamente nada de los latidos que acompasan sus corazones es tarea de alto riesgo, qué duda cabe. Mas aquí me tienen en este mirador privilegiado, fisgoneando la robotización de unos cuantos y el equilibrio en el alambre de otros tantos. Una forma de ejercer la reflexión pura y dura acerca de este singular homínido en su avatar del pan nuestro de cada día. Puede que una pirueta en el aire o muchas piruetas, que eso nunca se sabe, es lo que yo practico después de mi primera comida al alba: acrobacias del alma, como pudiera denominarlas.
Y es que detengo la mirada en el africano que con zancadas lentas se deja querer por entre las mesas del velador de la Taberna Kike, luciendo una túnica de infinitos colores y una sonrisa amaestrada, y sólo me atrevo a lanzar desde la mente preguntas al aire a modo de ráfagas: ¿Tendrá “papeles” para poder sobrevivir en esta jungla en donde todo el poder lo ostentan los blancos?, ¿se echará por las noches aunque sea sobre una esterilla para amortiguar el cansancio?, ¿respetarán las mafias su salario?, ¿acaso dejó a su descendencia con los brazos abiertos clamando al cielo sobre la tierra agrietada del Sahel?
Reparo a conciencia en las cuatro viejecitas que se reúnen a mediodía y se apoltronan como pueden en el plástico rojo de las sillas, reinas ellas, y de seguida se me viene a la memoria la figura de mi madre junto a sus amigas en los desayunos de “La Española”: una cafetería con caché que había en la milenaria Onuba. Y me vuelve a escocer el pensamiento, que se debate entre si les llegará la pensión de viudedad hasta el final del mes, si viven solas aunque hayan parido un montón de hijos, y si sienten pasar el tiempo con resignación o todavía conservan la capacidad del asombro.
Clavo mis ojos en la yonqui de pelo negro, rizado y sucio, que se sienta en cualquiera de los bordillos de esta avenida en la que habito desplegando sobre la acera -sin apenas consciencia, estoy seguro-, todo un arsenal de pequeñísimas herramientas para elaborar lo que ha de ser su dosis del momento, y navego irremediablemente por las turbias aguas en las que se mueve ahora la belleza que otrora tuvo y que cautivaría, sin duda, a algún playboy de la jet set. Sola se muestra en vida y sola se morirá, encogida y con la cucharilla de calentar “rebujito” entre sus dedos afilados y cadavéricos. Sola.
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A través de los cristales de la ventana conjuntada con barrotes blancos y aluminados, que ampara de manera celosa el cuarto donde mis sueños descansan o se alborotan, observo el trasegar del ser humano… A través del cristal.