El escrito tiene un título que parece de cuento cuando en realidad es de un chiste malo. Hace unos días la empresa Ferrovial que se nutrió y creció gracias al biberón de las obras públicas pagadas por el Estado español (es decir, por ti, por mí y por todas las personas que nos rodean) anunció su decisión de trasladar su sede a los Países Bajos.
Como el ahorro fiscal – según los entendidos en la materia– es mínimo, barajándose cifras ridículas para una entidad de su tamaño ( según la revista El Economista 8 millones de euros) las causas del cambio de sede podrían tener más que ver con el cabreo de su presidente Rafael del Pino -según Forbes tercera fortuna del país tras los Ortega, padre e hija-, por lo que le tocaría pagar tras el impuesto a las grandes fortunas aprobado por las Cortes a finales del año pasado.
Ya se sabe, una cosa es que se te llene la boca de “España, España” y otra la de creerse el “Hacienda somos todos”.
Siempre hubo clases y a poco que eches un vistazo al órgano de gobierno de la Fundación Rafael del Pino encontrarás en él los apellidos del santoral franquista ( Del Pino, Calvo Sotelo, Espinosa de los Monteros, Pemán, Isasi..). Por si no lo tenías claro.
Nos encontramos nuevamente ante una diáfana muestra de la peculiaridad del capitalismo hispano: el “capitalismo de amiguetes”.
La conocida variante autóctona en la que el inversor, gracias a sus conexiones políticas no asume riesgos y siempre gana. Se desarrolla parasitando al Estado y siempre tiene en los órganos de decisión política personajes dispuestos a defenderlo. De ahí la importancia de las “puertas giratorias” que deben permanecer siempre bien engrasadas.
Para permitir el paso franco de los consejos de ministros o gobiernos autonómicos y municipales hacia los consejos de administración sin que lo estropeen minucias como la falta de ética y estética en estos vaivenes.
Este modelo, aunque alcanzó su máxima plenitud durante la sangrienta dictadura franquista (que para los apellidos de “gente de bien” -Feijoo dixit- fue una etapa de placidez y poder absoluto) se gestó en el siglo XIX y ha llegado con pocas variantes hasta nuestros días.
De "santo y seña" la inquina ante cualquier política, por moderada que sea, que cuestione mínimamente su creencia de “El cortijo [España] es mío” y no se ponga de rodillas sumisamente para seguir la voluntad de tan preclaros varones.
Y sí, aunque cuando rascamos un poco en todas las grandes empresas de nuestro país encontramos los mismos apellidos repetidos a lo largo de un siglo, transmitiendo sus negocios a la sombra del Poder de generación en generación, todavía tenemos que escucharlas cacareando los mantras del “libre mercado” y la “cultura del esfuerzo” sin que, como diría mi madre, se les caiga la cara de vergüenza.
Los Del Pino no iban a ser menos. Al contrario, pueden tomarse como ejemplo paradigmático de esa casta empresarial.
Puede resultarte clarificador dedicarle un poco de tiempo a revisar su trayectoria histórica y a sumar dos más dos para entender como esa empresa fundada (1952) “ en un ático” -como ella misma proclama ufanamente- llegó desde el modesto piso hasta las alturas de hoy.
Por supuesto que el fundador fuese voluntario franquista durante la Guerra Civil y estuviese en el mundo de los negocios con su primo y amigo López de Letona, luego ministro de Industria del Régimen genocida o que el despegue lo consiguiera primero con los contratos de la empresa pública Renfe (a la suya la bautiza como Ferrovial en honor de esa actividad) y luego con las obras de autopistas también financiadas por el Estado, no tuvo nada que ver. Ya se sabe que todo se logra por "la cultura del esfuerzo” grabada a sangre y fuego en los genes de nuestro empresariado.
Ese que disfruta agitando ante nuestros ojos la muñeca con pulserita rojigualda y se ajusta el fachaleco marca Spagnolo mientras nos regala lecciones de patriotismo y no le da risa.
El que reduce a España a una caricatura de procesiones, romerías, ferias con casetas de entrada privada y desfiles, despreciando a quienes pensamos que “patria” no significa nada si no va acompañada de “pueblo” y “persona” o que el verdadero patriota es el que no tiene sus cuentas en Suiza o cualquier otro paraíso fiscal.
Ninguneando a quien se siente orgulloso de pagar impuestos en su país para que existan una Sanidad, Educación o Infraestructuras dignas y a los que rechazan la explotación del “hombre por el hombre” a través de sueldos de miseria o la rapiña de bienes públicos por privatizaciones forzadas o inmatriculaciones religiosas.
Ese empresario "patriota" ignora que al verdadero patriota "le duele España” como a Unamuno y la añora si debe emigrar tanto como la añoraba Alberti en su exilio cuando “las nubes me trajeron volando el mapa de España”.
El verdadero patriota no desengancha el tiro de mulas al paso de un rey felón para arrastrar la carroza mientras lo vitorea como hicieron los voluntarios realistas cordobeses con la de Fernando VII pero sí desprecia a un rey chorizo como Juan Carlos I y le asquea la impunidad de su refugio dorado en Dubai.
Es el que sabe que una sociedad justa necesita de la solidaridad colectiva y no del individualismo egoísta y que los problemas no los arregla el mismo tipejo que se mete en la barra del bar con los "perroflautas piojosos" mientras lame la mano del que lo tiene sometido con sueldo de miseria y jornada laboral interminable.
Estos patriotas son los imprescindibles, los necesarios. Los otros pueden irse con sus empresas y sus banderas pero que al menos tengan un atisbo mínimo de dignidad callándose y no dando lecciones.
Dejo la palabra final a nuestro D. Antonio Machado: “En España lo mejor es el pueblo. En los trances duros los señoritos invocan la Patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva”