A Penélope la conocí en 2012 del mismo modo en que he conocido a mucha gente que, de pronto, te acompaña el resto de la vida: gracias a los libros. Como Don Quijote, Ignatius J. Reilly, D'Artagnan o Matilda, entre muchos otros nombres, Penélope era la protagonista de una novela… ¡Ah! No, no me refiero a aquella mujer que esperaba en Ítaca a Odiseo, «un fullero / de quien nadie se fía. Un sinvergüenza», en palabras de Helena de Troya en el fenomenal poema de Luis Alberto de Cuenca. Penélope, como decía, era protagonista de una novela que tenía por título El atleta sin memoria, cuyo autor es Fernando G. Mancha, a quien le debo que algunos de mis primeros libros hubieran visto la luz. El autor, una vez cerró el sello comercial en el que se publicaban sus obras, optó por lanzarlas en el de Amazon, en el que parece irle bien. Allí se pueden encontrar, junto a la ya citada El atleta sin memoria, El viejo cocinero (Cécile o las estrellas), El cuerpo desobediente o Eterna Brisa. En Amazon no había podido seguirle, pese a que él me avisaba de la publicación para Kindle (ebook) de sus obras; hasta que desde finales del año pasado, decidí recuperar la lectura en formato electrónico (el último lo tuve hace casi una década). Entre los primeros títulos que compré estaban algunos de Fernando G. Mancha, concretamente los que no había tenido en papel; así, por ejemplo, descubrí esa novela maravillosa llamada Eterna Brisa, que he mencionado antes y que recomiendo desde estas líneas. Después, sinceramente, me entraron ganas de encontrarme de nuevo con Penélope y me descargué El atleta sin memoria.
No he comentado que uno de los motivos para que Penélope se quedara conmigo fue que en 2012 ella decía que yo era uno de los poetas que leía asiduamente. Esto me hizo mucha ilusión, porque quizá no tenga muchos lectores de carne y hueso, pero uno de papel era bastante importante (supongo que algo parecido a lo que debió sentir Gaspar Llamazares, cuando alrededor de 2002 –entonces era coordinador general de Izquierda Unida– vio que por fin aparecía su muñeco en las noticias de los guiñoles después de tanto solicitarlo); había traspasado el límite de la realidad y había alcanzado el de la ficción. Mas no todo es eterno, pues en la nueva edición para Kindle, de 2017, Penélope ya no me lee. Incluso es posible que me haya olvidado. Me quiero convencer de que ha sido porque ya no le gusta cómo escribo o que no he tenido la gentileza de dedicarle un poema; sin embargo, intuyo perfectamente el verdadero motivo: la he tratado como si no existiera de verdad. A Don Quijote me lo he imaginado mucho fuera de las páginas al lado de Sancho Panza observando la extraña sociedad actual, a Ignatius también, por ejemplo, cuando voy al cine; o a Matilda, que la he visto en el patio del cole de mi hija. Sin embargo, nunca he pensado el modo en que Penélope asistiría a alguno de mis recitales, el aroma de café con el que leería mis libros, o su voz al declamar en voz alta versos como estos que titulé «Olvidos» no hace mucho y que hoy, quién iba a decírmelo, le dedico:
Penélope, ahora que no estás, ¿quieres ser mi lectora de nuevo?