Hace pocos días, a preguntas de la prensa, la presidenta Susana Díaz anunciaba con fingida naturalidad que su gobierno cumpliría “razonablemente” el objetivo de déficit previsto para el año en curso. Digo fingida naturalidad porque está claro que el objetivo de déficit, con total seguridad, no se va a cumplir. Lo curioso del caso es el artilugio lingüístico que utiliza la presidenta, para presentar como normal algo que es una manifiesta ilegalidad.
Aunque a algunos no nos terminé de gustar el empecinamiento en la estabilidad presupuestaria, está claro que el PSOE y el PP pactaron la modificación de la Constitución para dar rango constitucional al objetivo de déficit de todas las administraciones, incluida la Junta de Andalucía. Pero como en este país los mandatos constitucionales no son de obligado cumplimiento (para que hablar del derecho al trabajo o a una vivienda digna), y los políticos infractores de las normas no pagan electoralmente por sus incumplimientos, no ya de sus promesas electorales, sino de los mandatos legales, algunos, como Susana Díaz, cuando los pillan en un renuncio se ponen a silbar o se refugian en una gramática de camuflaje.
Cómo si no resulta definir como “razonable” el cumplimiento del objetivo de déficit. El objetivo se alcanza o no se alcanza. Se puede uno quedar cerca del objetivo; incluso puede uno cumplirlo con creces, pero lo que no se puede es catalogar un fracaso como un razonable éxito. Hay categorías que no aceptan escalas, ninguna mujer está un poco embarazada o casi embarazada.
Estos juegos malabares del lenguaje son muy habituales en política. El político en el poder nunca hablará de descenso de la economía, hablará de crecimiento negativo del producto interior bruto. Zapatero, que negó una y mil veces la crisis, prefería hablar de una suave desaceleración de la economía. La oposición hablará de aumento del paro y el gobierno nos dirá que se ha frenado la creación de empleo, o como mucho que ha habido un incremento del desempleo, nunca utilizará la palabra paro. Se trata, en un caso, de resaltar lo negativo, y en otro, de mitigar con eufemismos las noticias desfavorables.
Los eufemismos son un arma políticamente muy recurrente. No queda muy bien para un político de izquierdas decir que apoyará a los empresarios, sobre todo cuando se ha estado toda la vida culpándolos de explotadores; queda mejor decir que prestará su apoyo decidido a los “emprendedores”; así cambia de criterio aunque aparentemente no lo haga. Les pasa igual a los gobernantes del PP que recurren a los eufemismos de los “ajustes” y las “reformas” para camuflar una política de recortes que prometieron que no harían.
Lo más paradójico de todo esto es cuando el político se metamorfosea a sí mismo. Partiendo de una realidad molesta, el político, gracias al lenguaje, se trasmuta hacia una realidad más cómoda. Esto es lo que está pretendiendo hacer Susana Díaz desde que el dedazo de Griñán la declaró heredera a título de presidenta de la Junta de Andalucía. Gracias al lenguaje, y con sólo proclamar en su investidura que será “implacable” contra la corrupción, Susana intenta convertirse en otro personaje. Mediante una estrategia retórica y mediática, sus asesores, van lavando su imagen y su pasado como si Susana Díaz acabara de llegar desde su casa al palacio de San Telmo.
¿Cuántos caerán en la trampa? ¿Cuántos se convencerán de que Susana, con su trayectoria y sus antecedentes, ha pasado de ser tolerante con la corrupción a ser “implacable” contra ella? ¿Cuánto durará el efecto de las buenas palabras y los estudiados titulares? Supongo que cuando la presidenta descienda del mundo del marketing electoral al mundo de la gente corriente. Cuando empiece de verdad a gobernar, porque a los políticos se les elige para gobernar no para proclamar buenas intenciones. Susana Díaz, de momento, sólo vende palabras y el problema del pueblo andaluz es que las palabras se las lleva el viento.
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