Pero después de nada, nada. Uno concluye tras haber leído un buen poema, y llega a este otro ‘poema’ que es el admirable Australopithecus, que habitara la sombra de los eucaliptos, ya casi vecino de Eccehomo sapiens. Homo erectus. Y he aquí el hombre que admirose a sí mismo, regio y poderoso habitante de la noche de los tiempos, aún indefinidos, como vago y telúrico es también el horizonte que augura su borrascoso porvenir. ¿Quién lo diría? Y aún perdido, totalmente perdido, en esta selva de amores, coronavirus e ineficacias. Pero eso sí, los niños, ya no tienen por qué ir al supermercado ni a la farmacia, a por las medicinas de su abuela. ¡Qué tortura de vida!, y homínidos aparte, de ser mis más queridos animales. La noche se vaticina, dicen los expertos, que no se vislumbra nada venial o propicia para los felices goces que profetizan, de forma habitual, los hálitos que soplan las publicidades al uso del recreo turístico. Pero esta gravedad, ¿cómo se frena? Y aunque es corriente y nada artificial, debe saberse que ardua es la faena, si se toma por costumbre la malversación de los mandamientos, y no nos ceñimos a los hábitos de la intrínseca lógica que abriga el atenerse al sentido común del menos común de los sentidos.
Ya sé que esto es odioso, y más que complicado. Pero el mundo de los hombres está plagado de pandemias, si por esto quiere entenderse ese ‘poema’ que es el propio ser humano y su inventario de intereses al uso y su incapacidad de control, una vez desatado el conflicto. Porque después de nada, nada. Aunque haya salido de debajo de la sombra del eucalipto. Las voces tienden siempre a referentes históricos y a su ánimo de superación. Y es evidente, que mis aplausos de cada tarde son ese gesto de acogedora y solidaria humanidad. Pero este no era el plan. El plan, es que tenemos creído ser capaces de todo, y aun a riesgo de nuestra propia salud, o la vida, siempre ajena en sus consecuencias. Y después habrá otras pandemias que no sabremos parar, si de aniquilamientos se tratase. Es una pandemia, para mí, ese sentido del desequilibrio de la globalidad económica sin pudor o ética al uso; y es una pandemia, para mí, toda enfermedad que sea hábito de avaricia y abuso de poder exacerbado y capaz de producir otras pandemias, incluso de banderas o banderías, cuya enumeración conduciría al exilio de las bibliotecas.
El mundo no es capaz de parar esta pandemia. Ni otras que alumbran los hogares humildes, pese a que nos creemos libres, y como dioses, acomodados en el olimpo. Pero hay hambre y luces arrogantes que auguran un porvenir de flores. Y nada de eso. No hay agua. El pozo está seco. Y solo hemos aprendido a tener llena la despensa. Quien la tenga, o pueda. Hay bombas atómicas, como solución, armas biológicas, las llaman; desentendimiento educativo y cultural. Hay tráfico de drogas a granel, que tampoco hay quien pare, siendo ésta otra pandemia terrorífica para el hogar en que entre. Y el ser humano tiene que aprender a organizarse en la moderación y el equilibrio democrático. Esta pandemia es dura y caótica, pero hay otras infecciones que oscurecen la luz y hacen de la ceguera la crónica diaria de la especulación y el consumismo, abusivo y ocasional del precio oportunista. No, no me vendas mascarillas. ¡Qué lástima de sol!, dice otro poema. Pero he aquí, eccehomo sapiens, hipervalorado que se miente a sí mismo, descargando su cinismo en alivio del vecino, con que esta pandemia nos va a cambiar la vida, mientras infla sus precios de vacas gordas en ocasión.
Es la eterna canción de quien airea las penas del corral ajeno, sin sopesar las propias. Pero esto es de todos en este valle de absolutismo peregrinaje. Y quien puede, aprovecha e impone su pequeño y alagartado despotismo. Quizás duela decir que no somos iguales -y es verdad-, a la vista de que el proyecto cultural no es uniforme y desnivela. Desnivela también la balanza de la concienciación cuando el sueño se nos desvela pensando en lo que ya dimos, hasta agotarnos, y ahora, fíjate con qué mesura nos vamos acabando, se nos agota el tiempo prematuramente de aquellas ilusiones que pusimos en dejar un mundo diferente al que tuvimos, y viendo que no caben más patrañas en él ni caciquismos, y que seguimos al borde del desamparo y a la sombra del eucalipto. Y ahí te quiero ver, después de las promesas. Pero esa es la paz que nos consuela -como suele decirse-, tras haberlo intentado. Y a ver si vienen otros que quieran relevarnos en amor y cosecha, y son más generosos como estirpe, prescindiendo de pagas vitalicias, viendo que el ser humano es frágil, muy frágil, y que un mal bichito nos mete en casa, y vaya usted a saber qué clase de bichito nos firma el pasaporte de las ingratitudes, y hasta la vista, si es que allí nos vemos, mi querido homo sapiens, pese a nuestro persistente y endeble gesto sobrehumano de empatía; con lumbreras aún, que pronuncien ese sentir tan viejo, tan castizo y añejo y cavernícola, que asombra a quienes habitaran la sombra del florecido almendro, al oírle decir: “usted no sabe con quién está hablando”. Es casi lo que digo o seguiré diciendo, después de ver aquello que ya fuimos. Ilusión temporal de este vergel, que está bien hecho, pero que poco a poco, unos pocos o muchos, demasiados quizás, con avaricia, y por desentendernos, lo llevamos derecho, con desdén y despecho, sin gesto de humildad al BESO PÓSTUMO. Que nos dejara Vicente Aleixandre: “Así callado, aún mis labios en los tuyos,/ te respiro. O sueño en vida o hay vida./ La sospechada vida está en el beso/ que vive a solas. Sin nosotros, luce./ Somos su sombra. Porque él es cuerpo cuando ya no estamos”.