Uno se arrima a la ventana. No dice nada. La impresión del silencio es una arcada. Una abrumadora sugestión. Mira a través del cristal, casi húmedo aún del frío de la noche. Hacia abajo mira, tiemblan de los árboles las ramas. Verdes, verdísimas sus hojas, limpias y brillantes ahora, parece que agradecen lo que está sucediendo. Nadie hay en la calle, donde tanta gente había hace tan solo una semana. El mundo está como muerto de miedo. El silencio es asombroso. Uno está también lleno de estupor y vacío. Se para a pensar esto mientras mira, y ve algo parecido a un cuento indescriptiblemente asombroso. Abre un poco la ventana distraídamente, suspendido, casi con miedo de alterar la paz que mora en el ambiente único y callado. Espantoso se presenta el invasor silencio de los mundos desocupados. Pero uno percibe un ligero murmullo, algo de vida entre las ramas de los árboles verdes y floridos se mueve. Un alegre gorjeo de pájaros, de aves invisibles que trinan me llega sustancioso en forma de cantares. “Sigue habiendo vida, luego, hay esperanza”. Me digo, abstraídamente.
Al fondo de todo el alcance de la vista, la inmensa lejanía incalculable. Cerros desdibujados, que pueden figurarse de matorral crecido y desprendiendo olor, aromas retoñados de bondad generosa y natura presencial. Perfil abstracto de la vida en expectante movimiento. Inagotable lucha del cenital Universo. Pero uno mira, ve. Más cerca, casi al lado, el intermedio inexplicable, el foro artificial de la parte ecuménica, donde reina el betún; acorralado ahora, por miedo a lo que aún solo el nombre es conocido. Y porque alguien, insignificante ante la historia, substantivó la pequeñez microscópica y terrible del espantoso habitante que acecha.
Aún estoy mirando lo que no sé entender. Las migajas de la inutilidad y el desperdicio. Y mis ojos, son esa puerta abierta que te miran de frente, con estupor y admirable respeto de asombro. Queriendo comprender aquello que apenas el cristal transparente de mi ventana, deja percibir tras el silencio de los agotamientos. Humanidad se llama ese amo del mundo inconcebible y maravilloso. Dios y olimpo acapara con su magisterio, mientras pienso y miro la incertidumbre del desamparo, opuesto a mi visión cercana. Todo parecía haber muerto esa mañana. Sin embargo, el trino de los pájaros aun llegaba a mí y me alegraba. Dicen que la esperanza tiene el color verde. Será por eso -me digo-, que las aves, tiene la férrea tendencia a refugiarse en los árboles.
Cierro la ventana tras un escalofrío que me estremece. Unas nubes salpicadas y oscuras, parece que se acercan por el horizonte de manera incondicional. Y esto, parece que beneficia a ese temible bichito invisible, que por ahora, nadie controla y busca para incubar, la débil y vulnerable extraña esencia humana. Cuídate, abuelo. Me dice el pensamiento de una de mis nietas. Que tú, ya diste al mundo todo lo que tenías inexcusablemente, para sus ruinas, y para que siga rodando con las cuatro ruedas del desentendimiento y el desamparo, la porfía, y sin que nadie se acordara de ti. Levantaste las torres y los muros más altos, las universidades abonaste con tu esfuerzo nacarado, con el sudor caído de tu piel; las escuelas, que fueron el principio de los hatos, el descanso. Y ahora, ya ves, recibiendo más desengaños que fortuna. Más desdén que aquel que mereciste como generación portentosa y trabajadora para lo habido y por haber. Esperanza sólo fue la tuya, después, el abandono y el descuido. Y ahora, fíjate, qué poca cosa somos, y qué cosa tan grande soportamos de incongruencias vanas e inquietudes de olvido.
Cuídate mucho. Que antes se decía, quiéreme mucho, como si fuera esta noche la última vez. ¿Y ahora qué? Que se nota a la vista, de que eres un peso insoportable, tras haberlo dado todo. Incluido, levantar a este país de las Españas de una postguerra. Pero no importa, igual te seguimos queriendo y te aplaudimos el esfuerzo que hiciste en la clandestinidad de los riesgos. No te olvides de mí, y sé fuerte. Que todavía seguimos aprendiendo de los desengaños, los pillajes, y esas cosas baratas de lo humano. A las que, por cierto, ya es costumbre estar acostumbrado. Pero no importa, ‘el hombre siempre obedece cuando manda el corazón’, mejor que de lo aprendido de la historia. Afín de cuentas, los desengañados de esta generación de los valores, y que aún estamos en la lista de espera, es muy posible que ahora, tengamos sobradas razones, para ser más escépticos que nunca.