Amanece igual que cada día. No son las siete. Faltan unos minutos -dice el reloj del tiempo-, la medida exacta que lo cuenta todo sin discusión. Sin margen ideado. El sabio búho observa desde el manchado olivo, y espera. Un ave glotona se posa en una rama, y mira, escanciando la hoja que se mueve, como esquirla mecida por el viento. Sé que el tiempo nos va haciendo profundos, pero no nos acaba. Su mirada es el diente que nos muerde, la hembra que nos duele y nos va seduciendo tramo a tramo con sus dones. Mientras se va aprendiendo de los ecos que mueren al doblar las campanas. Su silencio parece que aborrece sus hitos. El olivo se mueve, pero el viejo búho sigue engolosinado con el sueño que alberga desde el amanecer.
Noviembre, ¡qué susto! El mes llamado de los difuntos, clausuró su límite final con una bárbara sequía. La implacable y siempre desesperación del sector primario. El de la cosecha agraria. Del que se alimenta el brillo de los ojos y la cuchara. Pero el búho asiente en el sembrado olivo y mira al hombre resignado, que mira, con la esperanza puesta en su madre, mientras hacen la guerra. El hombre, ese impotente ser que mira al cielo con los brazos abiertos y clamando. Siempre clamando, porque de otra cosa es incapaz contra la sequedad. Pero es el mismo que discute y pierde y crea impuestos para que quien trabaja, pague más, sufra más y mire con los ojos abiertos. La sequía agotó su desesperanza.
Llegó diciembre con su barril de agua. Mira por dónde, la Madre Naturaleza, la que salva, mientras el que reza y el que no, implora y sube los impuestos o los baja, pero hace la guerra desde el sillón de Aquiles. Y allí lo gasta todo. Crea desequilibrios. Allí, donde el negocio es inexplicable para unos, plausible para otros, deshoja la margarita de la muerte, y cae. ¡Te tocó! ¿Qué vale el hombre desahuciado? El hambriento hombre de la sed al cuello y las gafas de oro. La ciudad derruida, sin luz ni agua, ni comida, y los niños… ¡Por Dios, los niños! Ellos, que no pidieron para venir, hambrientos, por un montón de escombros. Con el frío a cuestas y Ucrania demolida. No confundirme y hacer que piense en otra cosa. Sobran palabras húmedas, ideologías, las doctrinas, los hierros y las ciencias que envisten a lo humano. ¡Cuánto hedor rueda por el mundo! Por ese de la insaciable locura del poder.
Pero vino la madre con sus aguas. Llegó el alivio y nos quiso. Todos los parlamentos se calmaron. Sabedlo. La Naturaleza salva, mientras el hombre mata y sobrevive a sus penurias provocadas. Y los de siempre, que viven el acoso, chillones, aborrecibles chillones, callan en el sillón de Aquiles. Sabedlo. Muchos son los desastres que la Naturaleza desata. ¿Quién podría negarlo? Y sin embargo, ninguno iguala las devastaciones provocadas por el ser humano. Por el temido e inigualable ser humano. Es un decir. Digo, lo de humano. Y si quieren, ¿contamos? El que a sí mismo se proclama “genial”, infinitivo, y aún habla de “salvar vidas”. ¿Vidas o, negocios? No confundidme. Que ya empiezo a mirar para otra parte. ¿De qué estamos hablando, mientras me voy acomodando? El pobre búho que sigue en el olivo se despierta, ha llegado la noche y el ave ya se ha ido. Llegó la lluvia y pronto escampará. Lo de siempre. Pero esto, no es lo que nos habían contado.