Quizás no haya sitio para esta larga consternación que nos habita. He buscado en los libros más negros y hondos una imagen precisa y disecada que pueda equipararse. No ha habido suerte. Pero sé que la hay. Hablo del género sombrío, esperpéntico, ese que deja desolado. O al menos con cara de sorpresa. Libros que pueden doler por su incrédulo contenido. No pudo ser. Y poca confianza me depara el devenir de esta pobre vida instalada en las aceras. En la que parece que los asesinos, fugados de páginas, películas o videojuegos bárbaros que nos suministra la industria del terror, han tomado sitio para instalarse en nuestras vidas. En la existencia de una sociedad que no ha visto aún el desenlace del horror, y duerme anhelosa su plácido sueño. ¿Cómo explicárselo a este prestado existir de ausencias? El que se ve a diario y parece ser ignorado. No. Esta realidad inesperada a la que asistimos, no está todavía en los anales de las necrologías.
Cabe preguntarse ¿qué estamos haciendo o qué no hemos hecho ya? ¿O si se ha hecho todo y sólo quedan los resentimientos? Pues parece que vivimos la pesadilla de una vida anacrónica, bajo la máscara del acostumbrado bienestar de una falsa cultura. Y de la que estamos, parece, perdidamente enamorados. La vida no es como nos la pintan; tiene otra cara. La del fracaso. Y éste llega por diversos caminos. Esta modalidad en que se vive el anhelo de la diversión, el juego, el esparcimiento y la nocturnidad, sin el menor reparo -perdón-, alevosamente, está condenada al fracaso. Esta sociedad, educada en el antojo, tiene derecho a permanecer intacta, a ser inmisericorde e infiel a sí misma. A sentir tres impactos por la espalda y no conmoverse. Lo que se ve y llamamos costumbre. Ya hace tiempo que estamos acostumbrados a convivir con las cosas feas. Con la drogadicción, y nada; hoy se cultiva por doquier, y proliferando. Nos hemos acostumbrado a verlo como algo normal, pero es catastrófico cuando llega a una familia. Es el fracaso de la ¿sociedad? ¿O es otra cosa?
Hace unos días hemos asistido a un parricidio asombroso en Elche. Parece de ficción. Y cada cual en sus asuntos, mientras la atmósfera contaminada, nos degrada y ayuda a justificar esa ficción. Pero es uno más de esos fracasos adicionales. Cuando llega, el fracaso es particular. No. Disculpen, forma parte del fracaso colectivo, de esa asignatura que nos educa y nos hace personas. De la industria que nos mueve en el desentendimiento. Del granito de arena. Quizás, queramos divertirnos tanto, que nuestra diversión se antoja parasitaria, y nos cansamos de ejercerla. Pero sé, que lo que cansa seriamente, es trabajar catorce horas diarias y sin vacaciones. Eso sí cansa. Es por lo que agota no divertirse. Y esto se viene viendo en esta pandemia. La palabra es ‘diversión’ hasta la saciedad. En manadas y como sea. No importa el nombre de la víctima. Puede ser una chica de catorce años, o más, o menos. O puede ser la propia madre, con dos impactos de escopeta -que seguro que lo parió con dolores amorosos-; y estando sentada en el sofá; puede ser el hermano que huye horrorizado y es cazado a tiros por la espalda. Ah, que no había superado las notas del colegio, y te quedas sin wifi. Bien. ¿Cómo se entiende esto? Quizás, nos lo aclare la ley del menor y otras dejaciones. La eficacia colectiva. La que enseña cómo explicar a un niño que no meta los dedos en el enchufe, mientras se electrocuta. Preciso es decir, que es la forma de electrocutarnos todos. Pero cada uno a su tiempo. Ya que los fracasos no llegan de forma colectiva, sino uno a uno.
Es un estado de sensibilidad, de pedagogía humana. Una cuestión de juego. Estoy convencido de que el cerebro humano es modelable, que se cultiva y enriquece o destruye. Puede ser musical, estridente o arrasador. Tú verás qué país quieres o necesitas, para trabajar en ello. Yo prefiero huir de la estridencia. Y quiero ese pueblo en el que crezca la sensibilidad y la cultura. El humanitarismo. El modo único de transformar una sociedad y hacerla respetada y respetable.
Nunca he sido cazador, pero sé de esa disciplina. Sé lo que es estar de ‘aguardo’. Ocultarse con escopeta en mano, esperar en silencio, sin moverse, y aguardar a que llegue la presa; el jabalí, la liebre esperada. Y disparar a sangre fría. Y el animal cae redondo, traicionado, muerto. En este caso fueron cuatro o cinco horas de espera (según los medios), y la presa esperada era el padre: ya he dicho que no he encontrado una imagen parecida en ningún libro. No parece creíble la historia. Pero a todos nos ha horrorizado. El padre cayó muerto cuando vino del trabajo, de traerle el pan al asesino confeso. Qué fuerte, verdad. No es creíble, pero es cierto y con mucha aproximación. Y uno piensa que algo está fallando en esta condición humana. En los cimientos de nuestro edificio educativo. Deberíamos pensar fríamente, que por nuestro patio democrático trota una insidiosa educación de intimidades. El ser humano se forma en tres ámbitos ineludibles: la familia, la comunidad educativa y su entorno social. Y todos a una, con sus leyes, para ser mejores.
No hace mucho tiempo. Un profesor de secundaria, anotaba en la pizarra los ejercicios que debían copiar sus alumnos para el trabajo. Pero uno de sus alumnos “aplicados”, llegó por detrás, y, tirándole hacia debajo de los pantalones, lo dejó en calzoncillos en plena clase, mientras otro alumno cómplice e igualmente “aplicado”, grababa la escena con el móvil (ya tenemos al héroe). Y yo lo vi en las redes y la tv. Y me dije: -eso no es una broma. Es que la “sensible” sociedad se ha desentendido de sus valores, ha perdido el rumbo y el respeto solo es ausencia-. Eso dije. Después pensé, como guardando en mi mochila: cualquier gobierno que se precie de serlo, cualquier hombre o mujer, padre o madre, debería asomarse a esta ventana y meditar un poco y decir: este castillo de la educación y la cultura se está tambaleando, aquí está pasando lo indecible, algo que será un desastre, si no se le pone remedio. Pero no. Cada cual seguía en sus asuntos, sus fiestas y sus votos. Y en verdad, aquí está pasando algo inenarrable. Y dicho está: caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Yo soñaba cuando ese camino que era creíble. Pero empezó la invasión de Ucrania. O sea, la tercera guerra mundial, y como siempre… El hombre, no la doctrina.