Quizás en los tiempos que corren, se nos han tornado las costumbres. No seré yo quien augure si es para mejor o peor. El caso es que corre el albur de que somos distintos. No los mismos, como las aguas, que no pasan dos veces por el mismo río. Nos azota el apremiante cambio tecnológico marcándonos el sigilo de la desidia del lenguaje. Del lenguaje y la costumbre de contar historias en las tabernas, en los rincones propicios de la tradición que permitía conectar a los hombres con sus fantasiosos tropos y delicadezas del trasmundo en que habitaba la ilusión de contar santos y señas. Estos medios y sus prisas nos han absorbido tanto, que apenas dejan tiempo para encontrar una taberna donde se cuenten historias o se cante un fandango que nos haga temblar de emoción por el bien decir o cantar.
En este libro de Emilio Morales Ubago (Guadalturia Editores 2017), se cuentan historias en una taberna en que además de ser singulares en su referir, nos participa con la encantada particularidad de que son bien contadas, y haciéndonoslas entender como propias o relatadas de pasajes de nuestras vidas o historiadas de vivencias de un pasado no muy lejano. Es esa taberna que nos deja incompletos tras el susurro de la vaga historia llegada en boca del desconocido, para dejarnos en la avidez del siguiente capítulo. El que nos asomará a cualquier horizonte, vestigio de otro acontecer insólito, delicado, casi inverosímil, pero creíble y perfecto para ser leído cuando nos arrulle la caricia de la curiosidad o tal vez, la búsqueda del destino de una noche de luna y sombras, en que imprevisiblemente, te cruces con algún fantasma sin móvil, y habitado por la sombra testimonial de una informe mirada que no será ni siquiera la esquirla de un espantado gesto. Y he ahí su blandura más dúctil y cognoscible. Y es que “nunca se sabe lo que se puede llegar a escuchar en la relativa intimidad de la barra de un bar”. Y de ahí también su mejor intitular: “Historias de la taberna de Morales”.
Historias cuyos protagonistas, a veces, son seres acostumbrados a la tierra de siempre y a la vida agraria; puede decirse con la mayor estima, a la vida honda y oscura de las calles sin luz en noches de invierno, cuando el pueblo otea tras los postigos de las puertas antiguas. “-Pues ahora que lo dices a mí me han contado muchas de por ahí, leyendas forasteras,” y a mí, y a ti. Historias de las que hoy ya sólo son literatura, porque la brevedad y las prisas nos dejaron la frase entrecortada y a veces, la palabra incompleta y sin vino, mientras oíamos los galimatías de otro breve y bien guardado relato. El que llega del más enjuto y extraño personaje, venido quizás de alguna alcarria o de la vega de un Guadalquivir confuso que apareció tres veces en el mismo pueblo, cantando “La romería loreña”, que no quiso morir en sus orillas para hacerse leyenda entre naranjos. Heterogénea obra abierta a las sensaciones del devenir de nuestra vega hidrográfica o Sierra Morena.
Algunas de estas narraciones pueden ser vistas como viejas y reales. Tan reales, que solo de pensar en ello, pueden erizarnos el pelo, o arrancarnos la sonrisa en la claridad de la luz, pensando en hombres de plata y cadáveres colgados en el techo. Y quizás, después de contarnos la historia a pie de letra, se nos quite la gana de pernoctar en la nocturna noche de un otero oyendo la queja del viento minando las encinas, tras un día de excursión o sesiones de espiritismo. “No hay güevos”. Frase esta que puede cambiar el mundo, se indica en una de sus historias, y es verdad. “-A Colón se lo dijeron a la cara y vaya si la lió, como que la humanidad y el orbe no son los mismos después de aceptar aquel desafío.” Esta compleja realidad de la vida tan simple, no deja a nadie indiferente si se es omnisciente en la observación metódica y concisa. Imaginemos veinte relatos, historias casuales que nos invitarán a releer otro día, con oídos abiertos a las tempestades de la naturaleza humana, al susurro del viento, a las quejas del hombre, a la intimidad de sus longevos pasos.
Volver a la lectura de un libro es encontrarse con su nueva ilusión en el ideario que cautivó el desvelo de la fantasía o su residual histórico. Y este es uno de esos libros a los que he vuelto, para decirlo ahora; con brevedad escasa, viviendo sus historias con la cercanía de lo narrado, o porque “¡Padre, las sillas de la sala se pasean de un lado a otro!” Quizás, quizás por recordar sus mínimos detalles, lo que olvidé, o por alejarme del inevitable presente, viajando por la anchura torturada de la ilustrada vega del Guadalquivir de la memoria.