Profunda y reflexiva ironía que sirve de homenaje a las niñas y niños que fueron sustraídos del regazo materno en el momento de alumbrarlos y dados sin cuerpo, como noticia, a sus progenitores y deleite de adinerados.
Nos lleva al sitio justo. Con la mordacidad necesaria y la fantasía cabal y literaria. Juan Clemente Sánchez nos hace llegar una nueva creación, “La niña que nació sin cuerpo”, con nota preliminar de Francisco Vélez Nieto (Editorial Almuzara 2019); mirándolo todo con la sutileza de quien llega y ve la realidad y el trasfondo callado que a gritos todo el mundo sabía, sabe y recrea, para belleza de la contemplación contemporánea y fértil de nuestra historia más reciente y menos amable. Nos lleva al centro del meollo, “hechizados por las imágenes”, si cabe, llenas humor, para alivio del abuso desbordado de la especie humana y sus malévolas manipulaciones transgresoras.
Transportados por las entendederas, esta lectura lleva al lejano y primitivo estado natural de la vida, en el que los bebés llegaban en casa propia, y al auxilio de comadrona. Parece ser que aquello era más seguro y garante que los momentos en que nacen en los hospitales y clínicas, obligando con ello, o por negocio, a que las madres alumbraran al amparo de desconocidos depredadores. Esto empieza entonces, y justifica mi temor a las tecnologías, sobrepasando la capacidad humana o la confianza que debieran depararnos. No puedo reprimirme que algunos seres ‘humanos’ avariciosos, en puestos estratégicos, sean un peligro público para cualquier confiado/a. Y ojo avizor, que todo llega o ya las victimas lo sufren, como el pobre Vicente, que se encuentra con Encarnación, la niña sin cuerpo, o el escarmiento sobrehumano.
Encarnación García Corrientes, no es una niña muy corriente, no. Pero sí que está al corriente de todo cuanto la rodea, llevando el ajetreo del mundo en que se desenvuelve y, merodeamos con más o menos pereza de querer o no enterarnos de lo que sucede. Es una niña que sobrepasa las expectativas del distraído mundo de la ceguera. Nada puede salvarnos de los males que alumbra esta novela del también autor de “La rebelión del olvido”, sino es la conciencia de una educación eficiente. ¿El mundo desvaría?, no, desvaría la fuerza centrífuga de la avaricia que lo dirige hacia las cloacas del poder y bajos fondos de la conciencia corrompida que lo habita en su ineficacia.
Representa la condición de lo inhumano desbocado. El dolor de saber que te han robado al hijo en el justo momento de la inconsciencia, rompiendo los anhelos de unos padres que quedan huérfanos de la ilusión en la vida multiplicada del nacimiento. Causa y locura que le sobreviene como afecto del daño irreversible. ¿Fantasmas giratorios?, no. Dolor ineludible por desagravio en suma. Enajenación explosiva de todo su organismo en movimiento contra la perversidad humana. Nos traslada los deseos del derrumbe, de la tormenta eléctrica en su descarga vengativa y poderosa. Proyecto total del desarraigo basado en la codicia destructiva y deshumanizada, por la única razón del poderoso dinero.
Nos vemos ante la declamación expresiva de la impotencia, dañada y humillada por un sistema cruel, por una época, por el sino, por lo inconcebible y la frialdad de la manipulación, origen del dolor más siniestro, rebelándose contra sí mismo, contra el propio sino, quizás, por pertenecer a esta especie depredadora. Francisco García, sufre todo ese peso injusto que le han asignado sin que él lo haya buscado o merecido como hombre, pero que lo tiene hundido en la más absoluta de las miserias, deteriorado física y mentalmente. Se ve, se mira y se dice: “lo que veo en el espejo es un ser derrumbado y viejo, sin garbo, no me reconozco”. Es obvio el camino que nos traza, porque “la ausencia de Margarita le despeina su planta”, le deshace su personalidad de fotógrafo.
“No te trates mal, quiérete y no dejes que te hagan daño”. Encarnación le habla, resuelve sus papeles. Lo quiere. Es su padre, aunque éste le pregunte “-¿Quién eres? Hablas raro y ni siquiera te veo”. Esta obra, en fin, meritoriamente, viene a dilucidarnos los bajos fondos y lo que queda del ser humano cuando deja de serlo, después de los afectos inmisericordes y desproporcionados de las gusaneras de ciertos elementos de la sociedad subterránea que habita la maldad del ‘todo el mundo es bueno, mientras no se demuestre lo contrario’; pero ¿y si lo invertimos?; nos queda lo que empuja a ser mero superviviente, el invento exclusivo para el trabajo y la procreación, aunque horrorizado, de pertenecer a esta especie desilusionante del llamado mundo civilizado. ¿Son el estamento?, no; es lo que hay dentro, la disciplina que acude con salvoconducto… Es el hombre y su perversidad superlativa en su máxima expresión destructora de valores humanitarios. El camino que debe aborrecer todo ser humano que se precie de lo que significa estar limpio de avaricia. Porque este libro es el exponente de lo que queda despojado. El resultado no falaz de los destrozos infringidos y deshumanizantes. La fotografía del daño más elevado, porque Francisco y Margarita son los heridos, los despojados y forzados a la ausencia de la mirada feliz y a la soledad mísera del agotamiento, fotógrafos que juegan con el color de las imágenes, el fruto creado por los apóstoles de la moralidad.