Representan la centuria del reciclaje y la inmundicia derrotada de harapientos gladiadores, sombras fantasmales de anónimos esclavos madrugadores, con su nómina de huesos y un convenio firmado sobre el agua turbia de las alcantarillas. Inquilinos de puentes, sopórtales y casas en ruinas, que duermen sobre edredones de cartón tras el pinchazo o el tetrabrik de alcohol de inmunda aroma, que los traslada al Paraíso de los sueños solo apto para derrotados y harapientos.
Son los marginados del arroyo y la trama callejera, los continuadores personajes herederos directos, sin necesidad de testamento ni doctores en críticas literarias que los confirmen como objetores de La lucha por la vida de Pío Baroja, reencarnados de la miseria peregrina de los de abajo del todo, arrastrando el fracaso del puto vivir cotidiano.
Así, diariamente, con ahínco de destajistas, porque el bicho aprieta y arruga el sexo, van por calles y arrabales de la ciudad, recogiendo aquello que el consumo tira al arroyo porque sobraba en casa. Son los recicladores mejor organizados de la metrópoli, y sin embargo, paradoja esperpéntica, una sociedad demasiado egoísta por el virus del consumo se siente molesto de la vecindad de estas centurias de despreciados marginados. Ellos, que representan la galería de personajes de la trilogía barojiana, la lucha por la vida hacia ninguna parte, arrastrando sus carritos que, han tomado en un descuido en los grandes y opulentos supermercados, con cartones, hierros, y muebles abandonados, lámparas que un día iluminaron la vida cotidiana de cualquier pareja feliz arrastrando su vida. Todo lo que recogen termina en esos bancos y cajas de ahorros sin créditos que resultan ser las chatarrerías.
Allí le dan el cambio en menuda moneda para adquirir la ración diaria de sus vidas, la droga en las distintas e inmundas modalidades. Actores del refugio de una farsa anónima que el “ciudadano de bien” contempla en cada esquina con indiferencia y asco, a veces con temor. Ellos, los expurgadores de contenedores, perros callejeros que no necesitan el cuidado extremo del veterinario, afanosos en el expurgue, porque el tiempo apremia y el mono febril es un bicho feroz que ellos mismos odian pero que los domina. Solidarios del tetrabrik con vino peleón de tiendas de barrio, sin poder cantar aquello de “Tabernero que hipnotizas - con tu brebaje de fuego - llena de nuevo la copa - viejo amigo tabernero”, gente que apesta y se rasca los piojos con descaro. Sin embargo, no olvidemos, que gracias a ellos con sus bichitos y sus roñas las calles están menos sucias, hasta que llegue el final de su cadena perpetua que los borre de este puto mundo que por otro lado apesta a políticos inmundos, fruto de la borrachera del dinero, nada de una dosis que les traslade el esqueleto al más allá. Así, como el que deja pasar el viento que mal huele continuarán limpiando las calles de la ciudad, reciclando las sobras del pudiente sin cargo a la administración, aunque tienen un convenio indefinido.
Por eso y también por ser lector de Baroja y tener tiempo para pararme en las esquinas, cuando los veo comprarle al camello que trafica al por menor en el barrio su ansiado calmante, el botellón en las tiendas modestas, aunque sea por apaciguar hipócritamente mi conciencia, les lleno el vaso de vino y escucho paciente las narraciones de sus miserables existencias, Un vivir que a veces pudo ser bello, según las historias que me cuentan con la mirada perdida sobre el vacío de la mejor literatura pagana y trágica de nuestra sociedad.
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