De la casita encalada y sombreada, con el molino de viento junto a la esquinada y al aire un ramillete de versos echados a planear por Gustavo Adolfo Bécquer cuando en Toledo recalara. La del cabello envuelto en cintas de blanco. De atavío manchadizo, de seguro que a causa del chocolate estrujado en plata. Aplicada, sin embargo, en los menesteres de la enseñanza. Volatinera. Embelesada ante las llanuras infinitas y de los riscos de la sierra hechizada. Jugadora a la pizpirigaña. Sin duda, pizpireta y grana.
Marina de los manchegos claroscuros. Recogedora de rincones terrenos que eterniza luego mediante su modo de mirar tan de milagro. La del correr tras cada sueño sin desaliento por amor de tocar la luna de momento. Contadora en corro de leyendas en donde los duendes, las náyades y las princesas se entremezclan; y Musina, siempre Musina, atravesando decidida vedadas fronteras. Lucecita que va tejiendo con sus destellos un rosario de esperanzas. Miradora atenta de teatro. Sin duda, pizpireta, del color primario.
Marina, por apego, también de la mar majestuosa. Esta mar que llevo atada al alma y que me mata, poco a poco, a golpes de nostalgia.