Cuesta más que un imperio entrar en la historia. La nuestra, la mía, la de todos, que es la más vasta que asiste lo terreno. No sé, pero si contamos desde Cádiz, la ciudad más antigua de Europa. Ésta, que fue secuestrada por Zeus, por bellísima mujer. La que cedió su nombre a nuestro hermoso continente. Por lo que encuentro natural que los dioses se enamoraran de ella. Y por lo que noto, que, el llamado “ser humano”, aún no ha venido y que el que nos habita en esta tierra y latitud, es más incongruente que el que vendrá (así lo espero), y el que deseo que nos llegue más pronto que tarde, haciéndonos llegar con la cordura más permeable y dúctil otras felicidades. Golondrina del sempiterno dolor ajeno y todos los cimientos incesantes del siempre necesario para el infinito anhelo del incondicional ser humano.
Cual himno de Caronte. Aquel que nunca duerme en la orilla del río del infierno de las indiferencias macilentas, cuidando de quien llega rectamente, y jamás permitiendo descanso a quien no paga la obligada tasa de ubicuidad celeste. Yo, rey de las miserias y podredumbres, os convoco a mi plato de mierda, al de la impunidad más espantosa y repugnante y nunca abolida. A la desesperada convivencia inhabitable de este esperpéntico mundo de arrogantes al que acudimos inquietos cada día. A ese sitio que habita el seso humano, la poesía inaccesible, pero que siempre profesó las profundas cloacas del odio inhóspito de la ubérrima raza. Y puesto que la vida es insufrible y rastrera, yo os convoco al carro de esos cienos humanos e inservibles de que somos creadores y que tanto renegamos, y me excluyo, puesto que mi mente no va por ese arroyo de la implacable desasistencia y desastre de vuestras eminencias astrales del desasosiego que nos rivaliza, aunque su río me arrastre y su dolor me lleve.
Me veo aquí, solo e intuyendo el porvenir de vuestra sensible permeabilidad desbaratada. Ilustrada, diría algún candidato a la presidencia paladina de los intocables e inalterables aforados. Me veo aquí, revisando del tiempo los escritos que legaron algunos eruditos celosos y adelantados, previsores, bienhechores e imperecederos ancestrales, que vieron la necesidad de algún registro bestial e inamovible, para el tiempo venidero de los brutales simios. Esos que la costumbre y sapiencia llama “raza humana”, pero que roba niños, deshace felicidades y lleva habitando la tierra menos que la vida, pero unos cuantos millones de años.
Me agarro a estos papeles, papiros entonces, que evitados del fuego, vieron las bibliotecas y son la enseña de todas las banderas. Dintel de entrada a toda puerta y al hábitat más claro e impresionante: el mundo. La región transparente de mis días y mis noches. Ese que destruimos sin parar. Donde busco yo al hombre. Animal inefable y magnánimo que espero que concurra a esta infernal comida para cuervos del rezo y la fingida y falaz filantropía de los tendederos embaucadores que dicen no tener dioses, pero que aman el dios visible del dineral ajeno y colectivo, igual o más que los primeros o en mayor medida y abundancia, si lo tienen a mano. No hace falta decir que “flipo” con el proliferar de estos cuasi ineptócratas de la inexplicable corrupción, espero, pasajera y disciplinar, dominante, para que no llegue el acabose, como decía el saber mínimo e inteligente de mi padre, cada vez que mentaba la trágica llegada de alguna incongruente desbandada e implacable dolencia de los males humanos. Pero yo te confirmo su llegada, porque ya está entre nosotros instalada su esperpéntica e ineficaz locura.
No es un alivio. Es una plaga inmensa que cobija y alienta el exilio de los hombres que nunca participan de la creciente fiesta, del banquete colectivo, si no es para contribuir en su sufrago y propagación benefactora de esta raza mastuerza. La pérdida de España fue por odio. Por falta de voluntad de entendimiento y otras colaboraciones, por arrogancia, por desinterés hacia lo de todos. Si cabe, por traición. Como la pérdida de todas las grandes cosas, que suelen ser las más pequeñas e insignificantes, pero por fortuna, las que nos hacen más felices. Las que no se suelen mirar como grandes, porque las tenemos tan a mano que las despreciamos y muchas veces las aborrecemos, sin darnos cuenta de que estamos despreciando lo mejor de nosotros mismos. Pero esto no cuenta. Cada día despreciamos la ocasión de ser felices. Por la misma razón que ahora, hoy (y quiero equivocarme), vamos hacia nuevas elecciones generales, por ejemplo. ¡Abrase visto otro nuevo desengaño! que me aboca, al viejo dicho del saber de mi padre, cuando decía con razonado ánimo de desesperanza: “No, si esto es el acabose”.