"Desdichado, tres veces desdichado, aparta tus manos de las habas” decía una sentencia pitagórica en forma de hexámetro. En esto ocupaba mis pensamientos ayer, mientras recogía las últimas habas de la temporada, intentando escudriñar el misterio indescifrable de ese tabú tan asociado a la hermandad religiosa que fundara el filósofo y matemático Pitágoras hace 25 siglos.
Entre aritméticas, armonías musicales, astronomías y geometrías, la hermandad pitagórica se preocupó durante 9 siglos por todo lo relativo a la medicina, la filosofía, la ética y la política, traduciendo las cosas a números. Ya el maestro de Pitágoras, Anaximandro, había considerando que el principio de todo (el arché) era lo indefinido, indeterminado y eterno (ápeiron) principio de toda realidad. Algo material que identificaba con Dios. A partir de ahí, con la generación o nacimiento de las cosas (con la separación de la unidad) se produce también la destrucción y la muerte de esas mismas cosas, en una dualidad que hace inevitable la oposición de contrarios.
Pues bien, el alumno de la isla de Samos tradujo esto a números, mientras esa comunidad de hippies con quitón e himatión que calculaban a su alrededor no comían habas, no se sabe muy bien el porqué.
Que si se parecen a la naturaleza del universo entero (y comerlas equivalía a comer las cabezas de nuestros propios padres) ya que, al principio del mundo, la vida surgió del limo primitivo y de esa misma materia limosa también las habas y los seres humanos; Que si se parecen a los testículos y a las partes pudendas de las mujeres; Que si parecen representar las puertas infernales del Hades y, por estar llenas de fuerza vital, contenían las almas de los muertos; O incluso porque servían para elegir al odiado gobierno oligárquico (a través de un juego de azar con habas secas). El caso es que, según decía Diógenes Laercio ocho siglos después (en su obra: “Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres”) el pobre de Pitágoras, exiliado en el Sur de Italia y perseguido por sus enemigos, se paró delante de un campo de habas prefiriendo ser capturado antes que pisotearlas, y dejarse matar antes que hablar de sus secretos.
¿Qué secreto es ese que esconden las habas?
Los antiguos griegos decían que, al participar mucho de lo animado, hacen buen estómago y leves y sin perturbaciones las cosas soñadas. El “jopo” floreado de las mismas, dejados secar y en infusión, es bueno también para el estreñimiento. Cortadas y en el suelo son un magnífico abono natural que aporta nitratos. Y para la alimentación tienen, por cada 100 grs., Calorías: 38%, Agua: 77%, Proteínas: 9 %, Grasas: 0.7 %, Hidratos de carbono: 12%, Fibra: 3%, Hierro: 2.3 mg. Vitamina A: 15 mg, Vitamina B1: 0.3 mg, Vitamina B2: 0.2 mg., siendo aconsejables para enfermedades cardiovasculares, para tratar la hipercolesterolemia y reducir el colesterol malo, evitando la oxidación de las grasas y su posterior acumulación en las paredes arteriales.
Muy nutritivas, como dicen las abuelas: “el caballo que come habas, relincha”.
Pero sentado aquí , frente a un plato de habas frescas con aceite de oliva virgen extra, de la Denominación de Origen Priego de Córdoba (variedad Picudo), y pan caliente, entiendo que el misterio primero que esconden es su aroma, ese aroma que transporta a la primera y única patria, aquella que no es otra que la infancia (como decía Machado) la que nos devuelve siempre, a través de los olores y el olfato, a las primeras primaveras.
Así que, por si acaso me confunden con un filósofo, un hippie o un contrario a las oligarquías, seguiré sembrando las habas en la tierra, regándolas con agua, recorriendo la infancia a través del aire de la memoria que contienen y después, con el fuego que atesoran, relinchar como un caballo.
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