Los católicos han sido objeto de persecución en varios momentos a lo largo de la historia. Ese hecho parece conducir a muchos de ellos, en tiempos recientes, a identificar cualquier situación que no coincida con sus planteamientos con un ataque a sus creencias y no dudan en colocarse cuanto antes en el papel de víctimas, donde los atacantes, por supuesto, siempre son unos anticlericales furiosos (e incluso ateos). Esto es especialmente visible en el caso de España, donde hemos visto cómo las propuestas socialistas acerca de la revisión de los Acuerdos con la Santa Sede, del art. 16 de la Constitución y de la situación de la enseñanza de la religión, han provocado de nuevo esa reacción, y otra vez se escuchan voces acerca de que vuelve la persecución de manos del laicismo. Pero nada más lejos de la realidad.
Vayamos por partes. Primero: los Acuerdos de 1979 se fraguaron a lo largo de los años anteriores (con otro Acuerdo previo en 1976), es decir, cuando aún no se había aprobado la Constitución, pero tanto la Iglesia como el gobierno de UCD tuvieron interés en que aparecieran como algo que formaba parte de la España constitucional, o sea, posterior a diciembre de 1978. No es baladí por tanto revisar aquellos acuerdos ya sin la presión de aquellos años.
Segundo: la mención a la Iglesia católica en el art. 16 tuvo que ver con las presiones del episcopado para que así fuera, pues no figuraba en el primer borrador, y entre otras cosas se sirvió de la influencia del sector demócratacristiano de UCD. Fue una cuestión muy debatida durante la discusión del texto, aunque contó con apoyos como el de Santiago Carrillo, que no quería “topar con la Iglesia católica”, y al final se aprobó en lo que sin duda representaba una contradicción con la declaración de aconfesionalidad del mismo artículo.
Y tercero: en cuanto a la enseñanza, la Iglesia blindó su posición de privilegio a través del segundo de los cuatro Acuerdos de 1979, y por tanto conviene aclarar que la enseñanza religiosa no es un derecho recogido en el texto constitucional. Por otro lado, debemos considerar de qué modo se imparte esa enseñanza, pues el pretendido derecho de los padres a que sus hijos reciban enseñanza de religión se podría atender mediante la inclusión de clases de dicha materia al margen del horario escolar y a las cuales acudirían libremente los alumnos. Lo grave es que en los centros, cuando un alumno elige religión, obliga a que otros tengan que ocupar esa hora con otra materia, es decir, su elección condiciona que otros debieran cursar Ética, hace unos años, o cualquier otra según el momento del que hablemos. Afirmaba el obispo de Córdoba, cuando el año pasado hizo su visita pastoral a centros educativos, que los alumnos tenían que someterse a un referéndum para elegir la materia de religión, pues bien en manos de la Iglesia está conseguir que no sea así: que se curse religión fuera del horario lectivo solo para quienes lo deseen, así nadie tendrá que optar, ni someterse a ese falso referéndum del que hablaba el obispo.
A todo esto se debe añadir la contradicción que supone pretender que la religión tenga la misma consideración que el resto de materias, ¿cómo se va a equiparar lo que se basa en la fe con asignaturas que se sustentan en otros criterios? Sin olvidar que en esas clases hay más adoctrinamiento y catequesis que otra cosa, si es que hay algo, porque, excepto alguna honrosa excepción, mi experiencia tras casi cuarenta años de docencia en Institutos públicos es escuchar a los alumnos decir que en clase de religión “no hacemos nada”.
Y esa “nada” obliga a otros alumnos a ocupar (y a perder) ese mismo tiempo, sin olvidar que esas clases tenemos que pagarlas entre todos los ciudadanos, pero son los obispos quienes fijan los contenidos de la materia y eligen a los profesores. ¿Alguien imagina que los miembros de una institución privada como la Academia de la Lengua fuesen los encargados de elegir a los profesores de Literatura y decidir sobre los contenidos de la asignatura pero con cargo a los presupuestos generales del Estado?
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